Cada mañana, quien más quien menos, nos despertamos con la sana intención de buscarle una salida digna a una postura corporal retorcida (algo que se conoce vulgarmente como levantarse de la cama) que, una vez superado, nos conduce a una inmersión reparadora en agua al gusto, pulverizada a presión (léase ducha) para eliminar rastros de restos epidérmicos de dudosa salubridad (quitarse del cuerpo la peste a sudor) para una vez pertrechados de textiles disuasores de la desnudez (o sea, una vez vestidos) ingerir un líquido excitante, mezclado con zumo de vaca cuerda (un café con leche) y así facilitar una reacción conductual activa y positiva (despertarse del todo) que nos permita enfrentar con garantías el periodo ininterrumpido entre soles, que conecta la aurora con el crepúsculo (lo que viene siendo el día propiamente dicho) en el que todos intentamos conseguir un equilibrio transversal e intransferible entre el esfuerzo personal y la rentabilidad empresarial (vamos, currar como un poseso).
A lo largo de la jornada no debemos olvidar la ingesta de sólidos tratados y/o procesados con más o menos gracia (alimentos) para evitar un desplome sistémico del metabolismo que nos haga perder las facultades físicas y mentales básicas (caer desfallecidos) sin olvidar dedicarle algo de tiempo a la evacuación de residuos sólidos humanos, al objeto de generar un hábito regular y así evitar un descontrol del tránsito intestinal (“cagarse por la pata abajo”).
En definitiva, que estoy de los eufemismos hasta el hemisferio sur de la entrepierna (hasta las pelotas, vaya).