Hay canciones en las que uno se quedaría a vivir para siempre. Canciones paisaje, salón con chimenea, playa desierta, mar de cristal, luna de madrugada.
Hay melodías que acaban siendo la banda sonora de nuestras vidas. Que suenan en el momento justo, que callan sin dejar de sonar.
Hay canciones instrumentales con más letra que cualquier canción de Fito.
La música es uno de los mejores inventos del ser humano: nos da la vida, nos provoca sonrisas y lágrimas, invoca a los vivos, envuelve el llanto en papel de regalo, trepa por las paredes, se cuela por las ventanas, convierte los coches en escenarios, nos cambia la cara, nos ayuda con la cruz.
Hay música para soñar, para gritar, para echarse las manos a la cara, para decirlo todo, para no decir nada. También hay música para llevarse las manos a la cabeza, pero ese es otro cantar.
El origen de la música fue domar el ruido, acompasarlo, buscarle sentido, ritmo y compás. Al principio todo era solo percusión y sonidos guturales, hasta que aprendimos a dotar de sonidos a otros instrumentos, y de ahí todo ha sido cuesta arriba para la música hasta llegar a aquella parada del autobús en la que Pachin y su padre esperaban el suyo y le vieron venir a lo lejos. Entonces fue cuando el niño preguntó a su padre: ¿Parará, papá? Y el padre respondió acompasando la calma: Parará, Pachín. Parará papá. Parará Pachín. Parará Pachin. Parará.
Y Chimpún.