Un día, de repente, sin previo aviso, incrédulos y desesperados, vemos como nos sacan de nuestras casas a patadas, a tiros o a cañonazos y nos obligan a dejar atrás lo que hasta ese momento era una vida: más o menos tranquila, más o menos buena, más o menos feliz, más o menos segura, más o menos vida.
Los libros protegen las ventanas, los pasillos del metro se convierten en refugios antiaéreos, la calle es un campo de batalla, el cielo un agujero negro que el miedo atraviesa sin tiempo que perder. Dejas de ir al trabajo o al parque o de tiendas, ahora cerradas y desabastecidas, porque sales de casa, si aún sigue en pie, a defenderte, a pisar las aceras levantadas, en el peor de los casos a matar o a morir, a buscarte la vida, otra vida. Una vida cambiada, truncada, deshecha a jirones, arrasada por un enemigo innecesario ebrio de ambición mal entendida, cuya voz recuerda al eco de una tumba donde la sinrazón no descansa. Y pasas de ser superviviente a refugiado, te separan de tus hijos, de tu familia, de tus amigos. En las estaciones de paso con destino incierto, espera un tren de cochecitos de bebé aparcados por gente solidaria, para que las madres que huyen del horror no se sientan tan lejos. Crecen los tanques junto a los tiovivos. Te falta comida, agua, ropa, medicamentos. Sobra destrucción. Toda.
Es injusto e injustificable tener que respirar ese olor que flota en el ambiente a tierra quemada, a vida arrasada, a sueños malheridos, con lo que nos cuesta sembrar el pasado, cuidar el presente y recolectar el futuro.
La guerra sigue igual.
