El problema de darle la vuelta a la tortilla es que no aterrice donde debe.
La paradoja es que es imposible hacer una tortilla sin darle la vuelta (aunque ya aparecerá quien me rectifique), y eso no depende de los huevos que uno le eche, ni de las patatas, ni de si es con cebolla o sin cerebro, ni de las pizcas de sal que espolvoreemos sobre ella.
Sí tiene más que ver con el cuajo, con el cuajo que uno tenga a la hora de tomar decisiones.
Para darle la vuelta a la tortilla hay que tener además: equilibrio, fuerza y hambre, la sartén por el mango, ayudarse de un plato de confianza y rezar todo lo que uno sepa. Ya no digo nada si, en lugar de utilizar un recipiente plano para hacer la tortilla por las dos caras, nos da por practicar malabarismos y la lanzamos al aire para voltearla. Lo cantaba Mecano: "Entre el cielo y el suelo hay algo con tendencia a quedarse calvo" ese algo no somos sino nosotros mismos intentando acertar, jugando a averiguar la trayectoria de ese picado de tortilla con tirabuzón para que se deposite con suavidad en su lugar en el mundo. Esos segundos, junto al valor que conlleva darle la vuelta a la tortilla son cruciales. Un instante en el tiempo, tiempo detenido como cuando uno echa una carta en el buzón de correos.
La cara más liviana del miedo, pero miedo al fin y al cabo.
Pero no hay otra si uno quiere un pincho.
El problema de darle la vuelta a la tortilla es que, si no aterriza donde debe, uno tiene que ir de nuevo a la nevera a comerse lo que haya.