Lo saben todo de nosotros, hasta lo que ni nosotros mismos sabemos de nosotros.
Ignoramos quiénes son, no les ponemos cara, ni luz, ni nombres, ni apellidos, aunque podamos sospecharlos.
Sabemos sus motivos, que no son otros que controlarnos, vendernos cosas, dirigirnos a donde les interesa que vayamos, influenciarnos, manipularnos o simplemente cotillear y ver si nos pillan en un renuncio o con las manos en la masa.
Lo saben todo de nosotros, con Pegasus o sin él, aunque con él son capaces de cortarle las alas a los más influyentes, a los más poderosos, a los que toman las decisiones, a los que callan.
Si estornudamos en una esquina, la siguiente búsqueda que hagamos en internet nos ofrecerá pañuelos para los mocos, test de antígenos o medicamentos antigripales.
Si buscamos un destino nos inundaran las redes con hoteles, vuelos baratos, coches de alquiler o tumbonas de andar por casa.
Si escribes el nombre de tu prima de Colmenar de Oreja, tendrás a tu prima hasta en la sopa y te reenviaran a documentales de abejas o a tiendas de audífonos o a pastillas de Avecrem.
Basta con poner un signo de interrogación en un buscador y todo será libros de autoayuda.
Llamar al banco y que nos atraquen.
Lo saben todo de nosotros y ante eso hay varias opciones: o nos tapamos la nariz y que sea lo que Google quiera, o metemos el móvil, el ordenador, la tablet y el navegador del coche en el congelador y esperamos a que la cosa se enfríe o, como último recurso, y siguiendo los consejos de Leo Harlem, comprarnos un Nokia de 1876.
