Todo son rumores. Nadie sabe nada, ni los que lo saben. Es el ruido que transmite la sombra del bulo, del hablar por ladra. Porque lo que de verdad importa es que, al abrir la boca, de la impresión de que te asiste la razón dura, la razón táctica, la sinrazón de Estado, aunque mueras por boca de otro, como un desesperado pez Pegaso.
Importa que transpires olor a noticia recién exprimida, que parezca que estás al tanto de todos los movimientos tontos, que estás al cabo de la calle (como si la calle fuera de fiar o un lugar concreto).
Se trata de alardear de ignorancia sabiendo que, al final, todo se olvida, que nadie se acuerda de los impostores.
Lo que de verdad importa, carece de importancia, al personal le importa un pito sin garbanzo o un pimiento relleno de impostura lo que le rodea.
Vivimos más deformados que informados y un buen día, sin mostrar arrepentimiento, aparecemos ahogados en nuestra propias fuentes, fuentes interesadas, fuentes de las que emana vapor de nada, agua de lluvia sucia. Las fuentes tampoco saben nada o, al menos, no lo saben todo. Saben también lo que les cuentan, lo que creen haber visto u oído, saben lo que quieren que sepan sus propias fuentes.
La gente opina "lo que opina el que opina" que, a su vez, traslada lo que le han vendido a él o lo que pretende vendernos.
Intercambiamos opiniones y "saberes" en dramas separados, persiguiendo un intercambio de parejas con vocación de orgía.
¿Quién tiene entonces la última palabra? Nadie se atreve a mojarse tanto, salvo los que nada saben.
El que tenga la última palabra que la devuelva al diccionario.