Con Miguel Venegas

El partido de Stalingrado

Cuando cayeron las armas, no quedaba nada; sólo unos pocos hombres, paredes desnudas y una fuente en la plaza central, una extraña escultura salvada, seis niños bailando en corro alrededor de un cocodrilo. Y lo demás, escombro.

Era Stalingrado en enero de 1943 y el horror final de la batalla más sangrienta de la historia. Dos millones de muertos en una ciudad de 600.000 habitantes.

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De la batalla ha quedado la leyenda, la literatura de Vasili Grossman o las heroicidades del cine narrado por Hollywood en ‘Enemigo a las puertas’, Jude Law como un Jesucristo con un fusil al hombro.

Pero pocos en occidente conocen el verdadero colofón épico de aquella batalla. Fue tres meses después del último disparo y fue en un campo de fútbol. Uno recuperado de la munición y los cadáveres en un ancho cráter, con los restos de cañones antiaéreos. El primer entrenamiento de los jugadores fue con palas, tapando los agujeros para poder jugar.

Y después, había que encontrar a los equipos. El Comité de Defensa de la ciudad lo puso en manos de Vasily Ermasov, antiguo portero local y soldado superviviente de la batalla. Ermasov buscó un entrenador y reclutó a los jugadores que quedaban vivos de los dos equipos de la ciudad, el Traktor y el Dynamo. Como visitante se eligió al más grande, al mejor, el Spartak de Moscú, el equipo más querido por el pueblo, a pesar del hostigamiento que había sufrido por parte del Kremlin. “¿Saben lo que esto representa, camaradas?” fue la pregunta con la que les mandaron a Stalingrado, donde llegaron como Marylin a Saigon, con ropa, mantas y vítores de los soldados.

Antes del encuentro se le entregó a Ermasov la Orden de la Estrella Roja, y según la leyenda popular, el balón fue entregado al terreno de juego desde un caza, sobrevolando el campo.