Previo al 'Siente un pobre a su mesa' con Carlos Alsina
Con fecha de 26 de abril de 1960, María Cristina Jalón, empleando una Hispano Olivetti, terminó de mecanografiar un texto que tenía dos autores: Luis García Berlanga, cineasta de treinta y nueve años que había hecho ya cinco películas, y Rafael Azcona, treinta y tres años, escritor, humorista y guionista.
Aquellos folios contenían el argumento para una película. Se iba a llamar “Siente un pobre a su mesa”, el mismo nombre con el que la rama juvenil de la Congregación de la Medalla Milagrosa organizaba cada Navidad la donación de alimentos y ropas para los pobres.
En la hemeroteca del diario ABC pueden encontrarse referencias a aquella campaña de caridad. En diciembre de 1954 informaba el diario de que los donativos para la campaña se podían aportar llamando al teléfono 343332 de Madrid para que un joven afiliado acudiera a recogerlos. En el 58 contaba que el teatro de la Zarzuela había acogido el festival de variedades e ilusionismo que formaba parte de la caritativa campaña.
Partiendo de aquel hecho real, y construyendo en torno a él una ficción aún más real que la propia campaña, Berlanga y Azcona escribieron una sátira sobre la caridad, la pobreza, la desigualdad y la hipocresía. Su versión final fue ‘Plácido’, la película del 61 que entusiasmó a la crítica en el Festival de Cannes y compitió por el Oscar en habla no inglesa. Pero antes de ser película y guión de cine, ‘Plácido’ fueron estos folios mecanografiados que resumían lo que se quería contar. La historia de una pequeña ciudad española, de sus damas ricas y sus muchos pobres, con el hilo conductor de un locutor que encarnaba el principal medio de difusión de la época: la radio local.
Cae el atardecer de un día invernal sobre una pequeña ciudad española. Por las calles cruza la rutinaria vida provinciana.
Modestos burgueses camino del café. El cartero que bromea con las criadas. Los obreros que vuelven de la fábrica. Desde el atrio de una iglesia, unos pobres ven pasar esa vida ante ellos. Van vestidos como Dios les da a entender y para ser mendigos sólo les falta abrir la mano al paso de los transeúntes. Dentro del templo, y terminada la misa, unas señoras persiguen al cura hasta la sacristía para preguntarle qué deben hacer. Ha llegado la orden de Madrid: hay que organizar la campaña “Siente un pobre a su mesa” porque así lo ha decidido el gobierno. A ellas les corresponde conseguir que la iniciativa sea un éxito, equiparable, al menos, al del resto de ciudades que ya se han puesto a la tarea. El cura
se desentiende y anima a las señoras a que lo discutan entre ellas. Se reúne la Junta de Damas y la secretaria abre el debate. Una señora propone resolver el asunto con una comida en el asilo provincial. No puede ser, dice la secretaria, las instrucciones del gobierno son precisas: no se trata de dar de comer a los pobres, sino de sentarlos en la mesa de casa. Hay que confraternizar. ¿Cómo es posible?, dice otra señora, los pobres tienen…miseria, son groseros, están sucios. No es que a ella le moleste, claro que no, pero ¿cómo van a convencer al resto de la ciudad para que se involucre, quién va a querer algo así? La secretaria insiste: hay que lograrlo. A ver si por falta de caridad ellas van a ser las que hagan el peor papel de España.
Lo primero es dar a conocer la iniciativa. Que se enteren los vecinos. Piensan, primero, en la revista de los frailes, que es la única publicación a la que tienen acceso. Pero el superior del monasterio las disuade: lo que les conviene es un medio de difusión masiva. Los periódicos. O mejor, aún, ¡la radio! Todo el mundo oye la radio durante todo el día. Es una gran cosa la radio.
Y para la emisora de radio se van las señoras. A pedir la colaboración del director. Al que abruman en su despacho exponiéndole el problema y ante el que se santiguan, escandalizadas, cuando un altavoz radia una escena de besos de la radionovela vespertina. Les tranquiliza el directivo mostrándoles el estudio de emisión para que ellas mismas comprueben lo falsos que son los besos. Todo artificio, es el encargado de los efectos quien se besa las manos y se abraza a sí mismo para fingir los sonidos amorosos. El director, decidido a ganarse el aplauso de las señoras, les presenta a un locutor que vale mucho. Un muchacho muy dinámico que sabrá cómo hacer una campaña moderna.
El dinámico locutor pronto expone sus primeras ideas. Para mover a la ciudad, intuye, sólo hay que hacer una cosa: tocar la vanidad de los ciudadanos. No es la misericordia sino el orgullo lo que impulsa a las personas. Se trata de hacer saber que las mejores familias de la ciudad acogerán a un pobre en Nochebuena para que las demás, no queriendo ser menos, abran también sus hogares a los humildes. Así se hace: con gran lujo de retórica, el locutor inicia sus emisiones. Habla de la navidad, de la caridad, esponja su voz mientras encadena todos los tópicos. En la cocina de una familia modesta suena la radio, pero nadie se conmueve por lo que escucha. Tampoco en el café, donde apenas atienden. Ni en el bar donde un camarero desocupado y aburrido asiente con la cabeza a cada apelación a los buenos sentimientos. En la portería de una casa elegante, la portera llora conmovida ante las frases hermosas del joven locutor. Pero es en el domicilio de un matrimonio de posibles donde el hombre levanta el teléfono para llamar a la
emisora. El locutor pasa su llamada al aire. Es don Fulano de Tal, fabricante de no sé qué cosas, que quiere sentar a un pobre a su mesa porque todos somos hermanos. Y, por si fuera poco, regalará cien cosas de ésas que su empresa fabrica, para cien pobres que no las pueden comprar.
Las damas de la Junta, al escucharlo, se entusiasman. Ya ha prendido la primera llama. Ahora hay que esperar. Una nueva llamada, ésta de la Fábrica Mengano, que ha escuchado al anterior y quiere participar también ofreciendo cosas. El locutor ensalza la generosidad de los que llaman. Insiste en que son todos los vecinos los que están convocados. El teléfono suena. Ya no para de sonar. ¡Qué gran cosa la hermandad de los hombres! En un suburbio, una furgoneta con altavoz transmite el programa de la radio. Los pobres se acercan recelosos. Están hablando de ellos y de la cantidad de cosas que recibirán.
Se habilitan los Almacenes municipales para que las familias puedan llevar sus donaciones y apuntarse para recibir en Nochebuena a un pobre en casa. Es tal el éxito que hay que guardar cola. Y es tal el éxito que a las Damas organizadoras se les plantea un problema: hay más familias que pobres. Qué desgracia, comentan, qué desgracia. Los pobres escasean una barbaridad. Una dama propone sacar a los presos de la cárcel para satisfacer la demanda. Otra, ir en busca de pobres por la provincia. Una más, que cada pobre visite varias casas para no dejar a nadie huérfano de hacer caridad. Es el locutor el que tiene la mejor idea: sacar a los ancianitos recogidos por las Hermanitas del Convento. Eso es, pobres y ancianos. Y hay que organizar un festival. Una subasta benéfica. La campaña se ha convertido en un Homenaje a la Pobreza. Cuánta felicidad.
A las cuatro comienza el desfile. Abre la marcha la sección de la Cruz Roja con su perro policía cargado con un botiquín. Sigue la carroza con las Damas de la Junta. Después el camión donde van sentados los ancianos muertos de frío. Detrás, los gigantes y cabezudos y, cerrando el cortejo, la banda municipal. En el suburbio, los pobres esperan a ser recogidos. Llegan los autocares, con el locutor radiando para la ciudad y explicando los pormenores de cuanto sucede. Montan los pobres y el locutor expone lo emocionante que resulta verles tan arreglados, tan dignos, y rumbo a las viviendas de los participantes. El primer pobre va a la casa de un militar, cuya familia finge estar encantada con la visita. La mujer, a hurtadillas, confiesa su temor de que el pobre les contagie algo a los niños. Estos, ingenuamente, empiezan a martirizarlo con preguntas incómodas sobre su precariedad.
En casa de la presidenta de las Damas, el locutor explica cómo se desarrolla la cena. Se ha cedido al pobre el lugar de honor en la mesa y todos coinciden en que lo está pasando estupendamente. No lo parece, porque el pobre apenas come. Suena el teléfono. Lo atiende el locutor creyendo que será una buena noticia. No lo es.
Llaman de una familia a la que se le ha muerto el pobre en los entrantes. Lo han sacado al pasillo mientras terminan de cenar. Quieren saber cuándo pasarán a recogerlo. El muerto, después de todo, no es suyo.
Terminada la cena, el pobre que ha estado con la presidenta se despide rápido. Le dicen que ha cenado poco y él responde que es de poco comer. Le acompañan hasta la puerta. Le desean felices fiestas. Él cierra deprisa la puerta y respira aliviado. Se encuentra con una mujer, pobre como él, que ha terminado de cenar en el piso de arriba. Tampoco ha comido apenas. No estaba a gusto.
Bajan las escaleras y salen a la calle. Hay un cubo de basura. El pobre levanta la tapa y hurga dentro. Encuentra una lata con restos de salmón y unos trozos de pan duro. Los comparte con la mujer pobre mientras ambos echan a andar sin hacer aspavientos. De una iglesia cercana llegan las campanadas llamando a Misa de Gallo. Aparecen por las calles otros pobres. Cruza sonando su sirena una ambulancia. Los pobres la ven pasar y se alejan hacia la oscuridad mientras siguen sonando las campanas. Termina la película. Salen los créditos.
Esta historia se desarrolla en una capital de provincia española el25 de diciembre de 1959.