Monólogo de Alsina: "El riesgo para el PP no es que haya competición, sino que quede en evidencia que no hay posiciones distintas, solo luchas personales"
A esta hora debe de estar terminando de trotar el presidente Sánchez, esquivando runners en el Palacio de la Moncloa, y camino de Congreso para su primera sesión de control.
Y a esta hora debe de estar terminando de caminar deprisa el ex presidente Rajoy, esquivando curiosos en Santa Pola, y camino de su nuevo trabajo en el registro de la propiedad.
Lo reveló ayer el amigo de Rajoy que ha ocupado su puesto de registrador los últimos treinta y cuatro años. Hoy empieza la nueva vida mariana. Con horario de nueve de la mañana a cinco de la tarde. El horario de Dolly Parton.
Esto sí que nadie se lo esperaba. Que Rajoy, quince días después de anunciar su dimisión en diferido y cinco días después de renunciar al escaño, consume su apartamiento total de la política reincorporándose al puesto que es suyo por oposición pero que dejó de ejercer hace más de treinta años. Y se traslade a Santa Pola.
Nunca antes un presidente del gobierno había regresado a la ocupación profesional que tenía antes de gobernar España. Felipe amagó con ser abogado pero sólo porque se lo exigieron Vera y Barrionuevo para obligarle así a retratarse a su lado. Aznar no volvió a hacerle inspecciones fiscales a nadie. Y Zapatero no ejerció de… Zapatero no ejerció de… profesor de Derecho Constitucional, que es lo que había sido antes de pasar los siguientes veinticinco años de diputado.
Rajoy sí vuelve. A dar fe de los títulos de propiedad. A registrar y registrar. Treinta y cuatro años después. Nada más normal, dice su amigo Riquelme.
La normalidad dentro de las personas normales. Hombre, Riquelme, normal, normal no es. Desde luego no es usual.
Que renuncie Rajoy a la pensión de ex presidente y al salario que le correspondía en el Consejo de Estado. El importantísimo órgano consultivo del gobierno al que todos los ex presidentes pertenecen de oficio salvo que ellos renuncien porque no les interese en absoluto quedarse ahí. Y todos han renunciando porque es incompatible con otras actividades y otros negocios.
• A Felipe nunca le interesó.
• Aznar estuvo un rato y lo dejó.
• Zapatero, que fue el que propuso que los ex presidentes participaran, aguantó un poco más y también se fue.
• Rajoy ni se lo ha planteado.
En el PP está el personal restregándose los ojos. Incrédulo por la velocidad a la que se producen los acontecimientos. Incrédulo porque Feijoo se ha quitado de en medio. Incrédulo porque son seis los candidatos a hacerse con el trono de Génova. Incrédulo porque la guerra soterrada que durante diez años han mantenido Santamaría y Cospedal deja de ser soterrada para ser transmitida en tiempo real.
Ha empezado la madre de todas las batallas.
Cospedal presentó su candidatura en Toledo, arropada por la plana mayor del PP de Castilla La Mancha. Santamaría lo hizo en la carrera de San Jerónimo rodeada de periodistas que a punto estuvieron de espachurrarla.
Cospedal conserva poder en el partido. Santamaría nunca lo tuvo. El suyo fue el poder del grupo parlamentario, primero, y del gobierno, después. Cospedal pone el acento en la vida de partido, en su dedicación de diez años a esa tarea, en su conocimiento de las sedes territoriales y de la militancia. Que es la manera de decir que Santamaría ha sido ajena a esa vida, a esa tarea y a esa defensa de las siglas cuando venían mal dadas. El me han partido la cara unas cuantas veces que dijo Cospedal.
Santamaría pone el acento en la labor del gobierno caído, en el camino para recuperar la Moncloa y en la voz de los afiliados, que son los que tienen que hablar. Es la manera de decir que Cospedal es el aparato, la estructura de siempre, el statu quo que los militantes pueden ahora cambiar.
Ni la una ni la otra han dicho nada de dónde se ubican ideológicamente. De cuáles son sus principios políticos, las señas de identidad que las distinguen de los otros aspirantes a dirigir el PP. Tampoco lo quiso hacer Pablo Casado ayer en este programa. Hablan todos de integración y de respeto a los competidores. Pero eluden —por ahora— explicarle con claridad a la militancia qué diferencia habrá entre un partido dirigido por Cospedal, y uno dirigido por Santamaría, o por Casado, o por Margallo. Es verdad que el PP no tiene experiencia alguna en una competición real entre candidatos que comparten carné pero que no están de acuerdo en todo. El suyo es un partido que ha crecido en la cultura de la disciplina y el cierre de filas. Un partido en el que la discrepancia se sofocaba como disidencia, en el que todos sus líderes repitieron la salmodia de que nada castigan más los electores que la división interna. Un partido que desdeñó las primarias que hacían los demás.
No tiene por qué ser muy diferente esta competición a muerte en el PP —sólo puede ganar una, o uno— de la que vivió hace un año el PSOE. Por mal que se lleven Cospedal y Santamaría no se van a llevar peor que Sánchez y Susana Díaz. Por mucho que se desdeñen mutuamente, no se van a desdeñar más que Sánchez y Madina. O Almunia y Borrell. El riesgo para el PP no es que haya una competición interna por el liderazgo. El riesgo es que este proceso inédito ponga en evidencia que Cospedal y Santamaría no representan, en realidad, posiciones distintas, sensibilidades o matices diferentes, a la hora de hacer política, de diagnosticar los problemas, de abrir camino a los cambios sociales. El riesgo es que se ponga en evidencia que todo se reduce a la animadversión personal y al choque de ambiciones sin más debate ideológico ni más contraste de proyectos.
Cospedal y Santamaría tienen en su mano convertir estas primarias inéditas en un altavoz, un foro, que permita no sólo a los afiliados de su partido, sino a los posibles votantes, conocer qué proyecto de país tienen sus dirigentes en la cabeza. Qué desean hacer no sólo con el partido, sino con el país si algún día vuelven a tener el poder ejecutivo.
Esa es la oportunidad. De estas dos mujeres que parten como favoritas y que encarnan hoy la posibilidad más verosímil que ha existido hasta ahora en España de tener una candidata a la presidencia del gobierno. Las elecciones generales serán en 2020 porque Sánchez —lo sabemos— ha cambiado el cuanto antes por el lo más tarde posible. Si nada cambia se presentarán entonces Sánchez por el PSOE, Rivera por Ciudadanos e Iglesias por Podemos. El PP presentará a quien gane esta carrera que empieza ahora. Y podría ser que la primera candidata a presidenta la presentara, paradójicamente, el partido de la derecha que nunca se ha definido como feminista.