Ni a los etarras que aún están sueltos, huídos de la justicia, escondidos en otro país (o en éste), protegidos por quienes durante años alimentaron a la banda, ni a los propagandistas que hicieron carrera justificando uno tras otro los centenares de asesinatos, los secuestros, el terrorismo callejero, las extorsiones, las amenazas, el miedo.
El mayor enemigo que ha tenido la libertad en nuestro país los últimos cuarenta años ha sido ETA.
El mayor depredador de derechos que ha sufrido la sociedad española ha sido ETA.
La mayor máquina de destrucción de proyectos vitales, de familias, de empresas, del bienestar y de la prosperidad de la gente corriente ha sido ETA.
La bestia se llamó ETA. Y la vencimos.
Si mañana se deshace de sus armas, pues muy bien.
Ya podían haberlo hecho hace diez años. Hace veinte. Hace treinta.
Podía haber dejado de matarnos, chantajearnos y secuestrarnos hace cuarenta años y escogió seguir golpeándonos. Para imponernos su represión y su sistema autoritario.
Y si ETA duró tanto, mató tanto, chantajeó tanto, aterrorizó tanto fue porque estaba acompañada en su aventura criminal por miles de personas que le dieron sustento económico y propagandístico, miles de personas que, en el País Vasco, oscilaron entre la celebración entusiasta de los atentados —en los años de plomo— y el silencio comprensivo de la última época, que fueron cambiando la exaltación de la violencia por la simple justificación
Ese Otegi que no condena el terrorismo porque sería una manera de distorsionar la existencia de un conflicto, bla bla bla, con víctimas por ambas partes, bla bla bla, y familias de presos que han sufrido muchísimo. Bla. Bla. Bla.
Ese Otegi que ya tenía cuarenta años cuando empezó a ejercer de portavoz de Batasuna —cuarenta años, no era un adolescente sin experiencia— y que estuvo justificando los crímenes etarras diez años más. Nunca, de hecho, ha alcanzado a condenarlos. Él a lo más que llega es a lamentar que exista un conflicto. Cuánto lamento.
Los batasunos aparcaron el terrorismo cuando dejó de parecerles una herramienta eficaz para imponer su voluntad al prójimo y empezó a ser visto como un obstáculo para seguir chupando del bote de las instituciones del estado que intentaban dinamitar.
La pretensión de Otegi es presentarse ante el mundo —que la Historia le reconozca— como el tipo que realmente arriesgó, aquel que se enfrentaba a la presión terrible del mundo abertzale cada vez que daba el heroico paso de pedir a la banda nodriza que matara un poco menos. El valerorísimo pacificador que merece un monumento.
Queda por escribir la historia completa de esta mafia que llamamos ETA, quiénes hubo tomando decisiones y escribiendo papeles de aquellos, interminables, que los medios escrudiñábamos frase a frase porque sus autores pasaban por ser formidables estrategas con proyectos políticos elaboradísimos. Los autores de aquellos textos, y aquellas estrategias, que nunca alcanzamos a saber, en verdad, quiénes eran y dónde residían. Caía una cúpula detrás de otra, se desarticulaban los comandos, veíamos a los temidos asesinos múltiples detrás de su mampara de cristal en la Audiencia Nacional y era obligado preguntarse: ¿estos son los temibles ideólogos, estos cafres son los célebres estrategas?
Queda por escribir quién dirigió de verdad esta trama. Esto sí que era la trama. Esto sí que era la bestia.
De la que vivían aquellos falsos periodistas a sueldo (el Egin) que convertían en dianas a los periodistas de verdad por contar lo que de verdad era ETA y lo que de verdad la sostenía en pie, sus tentáculos políticos en las instituciones, su máquina de recaudar a base de extorsión y de boicots, su presencia nada disimulas en tantísimas localidades del País Vasco donde nunca hubo distinción entre los jóvenes que iban a Francia a aprender a usar las pistolas y sus colegas (y sus familias) que quedaban en la herriko taberna a cargarse de odio contra sus vecinos concejales del PP, o del PSE, contra el empresario que se resiste a comprometerse con la casua, contra todo aquel que no fuera de los suyos, haciéndole una pintada en la pared, señálandole en una pancarta, quemándole el local de su modesto negocio, montándole un aquelarre cada vez que se atreve a salir de casa.
ETA ha sido derrotada porque su brazo político tuvo que abandonar la exaltación de la violencia y aceptar las reglas democráticas del Estado que quiso dinamitar para poder hacer política, concurrir a las elecciones, obtener escaños y reabrir el grifo de las subvenciones parlamentarias.
ETA fue derrotada porque la parte de la sociedad vasca que repudiaba el terrorismo se decidió a decirlo, a proclamarlo, a gritarlo en aquellas manifestaciones a las que al principio apenas iba a nadie pero que fueron repitiéndose, una y otra vez, engrandeciéndose en cada nueva convocatoria y destapando la miseria moral de tanto cómplice como todavía callaba.
En la historia de cómo ETA acabó naufragando en su afán por reventar a bombas la sociedad democrática española, el capítulo de méritos, de coraje, de asumir riesgos, el capítulo irreparable de poner muertos, de
lo protagonizan la guardia civil, las policías, el ejército, los fiscales, los partidos democráticos, los concejales de pueblo, los escoltas y las personas anónimas a las que mataron porque estaban ahí cuando explotó el coche bomba, los críos que vivían con sus padres —con quién si no iban a vivir— en una casa cuartel. Y la gente corriente, los vascos comunes y corrientes, que se organizaron para romperle el discurso del terror a esos otros miles que eran máquinas de odiar y de criar terroristas; vascos que aunaron el sacrificio personal, los principios democráticos y la convicción moral en colectivos como Basta ya, como Covite, como el Foro de Ermua.
Son todos ellos quienes hicieron inservibles las armas de los etarras. El cese del terrorismo, como el desarme, como la disolución, es mérito suyo. Como lo es que no olvidemos que hay decenas de crímenes aún por esclarecer. Y que la derrota de la mafia no exonera a los mafiosos de responder por todo aquello que hicieron.
Nada hay que agradecerle a ETA.
Nada hay que reconocerle a Batasuna.
No hay nada que aplaudirle a Otegi.
Las líneas rojas que estableció Obama y que luego se quedaron en nada.
Trump prometió arreglarlo todo en cuanto estuviera en la Casa Blanca y ha descubierto ya que no es todo tan simple ni tan inmediato.