Monólogo de Alsina: "Guardiola, o cómo ser un grandísimo entrenador de fútbol y un perfecto demagogo"
Se puede ser un grandísimo entrenador de fútbol y un perfecto demagogo. No es incompatible. No ensombrece la calidad profesional, y futbolística, de Pep Guardiola incurrir, cuando mitinea, en el comportamiento más antideportivo posible, que es la exaltación de la vulneración de las reglas.
Podría ocurrir que en una final de la Champions, por ejemplo, una parte de la grada se pusiera en pie y reclamara su derecho a decidir las reglas del fútbol. ¿Cómo? Sí, sí, que reclamaran poner una urna en esa parte de la grada para que los aficionados de esa zona decidan si a partir de ahora son válidos los goles con la mano. Oiga, ¿por qué no? No hay cosa más democrática que ponerle a la gente una urna.
Mira ese jugador que acaba de hacerse con el balón, mira cómo se destaca, cómo deja atrás a un contrario, madre mía, esquiva al siguiente, se ha metido en el área, ojo que duda, no ve claro el disparo, ¿qué está haciendo?, se para delante del portero, agarra el balón con las dos manos y se va hasta el fondo de la portería.
Gol, grita una parte de los aficionados. Gol, porque está en su derecho el jugador, ansioso de triunfo, de modificar las reglas del juego a su antojo.
Bueno, Guardiola sabe tan bien como cualquiera de nosotros que ese gol no vale. Por mucho ardor guerrero que tenga el delantero. Y por más que lo celebre una parte pequeña de la afición que no representa a la mayoría de los futboleros del mundo entero. El gol con la mano no es válido. ¿Por qué no? Oiga, porque hay que respetar las reglas del juego.
En efecto, el Guardiola hooligan de turno podrá quejarse de que hay una parte de los aficionados que reclaman que el gol se reconozca —es nuestro derecho, dirá, qué reglas son las más justas—, pero entonces el resto de los aficionados —y el otro Guardiola, el que respeta las reglas del juego— le harán ver a este grupo que el fútbol no es sólo cosa de ellos y que hay cientos de miles de aficionados con los que ellos nunca cuentan. Y que el reglamento, claro que sí, puede cambiarse. Pero no porque lo decida el Guardiola mitinero.
Este Pep que se subió ayer al púlpito dijo las mismas cosas que Rufián pero sin pausa dramática. Las mismas que Puigdemont, pero sin pelo. Este Pep gubernamental pide ayuda a la comunidad internacional —cero respuestas a la petición hasta ahora, por cierto— porque los catalanes están perseguidos, ellos, su sanidad pública, su escuela en catalán, su idioma, perseguidos y con sus derechos amenazados. No por el gobierno autonómico que hace valer el rodillo de la mayoría absoluta en su Parlamento para cambiar las normas de juego sobre la marcha, sino por el Estado, que es la forma de acusar al gobierno de la nación para que no parezca que se está acusando a la nación misma, al resto de España.
Este Pep que cada vez que dice "los catalanes" se está olvidando de la media Cataluña que no quiere referéndums falsos y que se siente desatendida por el gobierno independentista por el que él bebe los vientos. Y que cada vez que dice "Estado" está olvidando que es la sociedad española, representada en el Congreso de los Diputados, la que mayoritariamente está en contra del derecho de autodeterminarse, o traducido, de conceder a una parte de la nación el derecho a decidir por su cuenta, y sin contar con el resto, qué es esa nación y hasta dónde llega.
El portavoz, o lector de manifiesto, está elegido con perspicacia. El técnico íntegro que marcó una época en el Barça y que es conocido y respetado en el mundo. Mucho más conocido que Puigdemont y mucho más respetado en lo suyo. Pero sólo eso aporta Guardiola, la fama. Y el eco. Lo que dijo ayer es lo mismo que predican quienes le han reclutado para darle aire a la causa. Que la independencia es la tierra prometida y Puigdemont es Moisés perseguido por el faraón de Egipto. O sea, un cuento. Lo diga Agamenón o lo diga su porquero. Lo diga Puigdemont o lo diga su entrenador personal.
Víspera de la moción de censura a Rajoy en el Congreso. Que va a ser una mezcla de debate sobre el estado de la nación, lluvia de piedras al gobierno e investidura fracasada de Pablo Iglesias.
La única duda, a estas alturas, es si Rajoy se animará a decirle algo a Pablo. El formato de este debate, singular, establece que los miembros del gobierno censurado pueden solicitar la palabra en cualquier momento. Eso incluye al presidente y a todos sus ministros, que pueden fajarse uno tras otro con el líder de Podemos, si lo desean.
La conclusión que quedará a la vista el miércoles es que la mayoría de la cámara prefiere que siga Rajoy antes que poner a Pablo Iglesias. Y dado que la cámara representa a la sociedad española —sí que la representa—, la conclusión será que la mayoría social prefiere que siga Rajoy a poner a Pablo Iglesias.
Este será el hecho.