Monólogo de Alsina: "Llarena ha jugado a amarrar para que Bélgica no pueda quitar a Puigdemont la acusación de rebelión"
Soleada mañana de este día festivo.
• Idóneo para remolonear en la cama. Qué verbo más gustoso, eh, remolonear. Da placer sólo pronunciarlo.
• Idóneo para mirar al techo, o prepararse la madre de todos los desayunos, o ponerles a los críos el traje de esquimal e irse a la nieve a que hagan un poco el cabra.
Sólo si usted es diputado o tertuliano dedicará la mañana a analizar, artículo por artículo, nuestra Constitución —que va camino de cumplir cuarenta años— para poder hablar con propiedad cuando Rajoy le pregunte —ésta es una pregunta muy de Rajoy— qué es exactamente lo que usted quiere modificar.
Si es usted Leonor, imagino que incluso Rajoy tiene claro lo que habría que cambiar.
Es el día de la Constitución, como cada año. Y es la Constitución de cada día. Porque no pasa un día sin que alguien se refiera, en nuestro muy repetitivo debate público, a la Constitución como fuente de todos nuestras virtudes o causa de todos nuestros males.
• Es posible, ¿verdad?, que el nuestro sea el país en el que más se habla de la Constitución que tenemos, de la que podríamos tener, de la que podríamos haber tenido, en el debate político de cada día.
• Es posible que el nuestro sea el país en el que más vueltas le damos, un día y otro día y otro día, a lo que somos, lo que no somos y lo que alguna vez fuimos.
• Es posible el nuestro sea el país en el que más se ocupan los dirigentes políticos de preguntarse si somos una nación, somos varias, qué identidades tenemos, cuántas, cómo de genuinas, cómo de diferenciables, cuáles son nuestros sentimientos al respecto, y nuestras emociones, y nuestros símbolos, y nuestras lenguas y nuestras banderas, y si encajamos, o desencajamos o estamos de todo esto ya hasta los…
• Es posible que no haya ningún otro país en el que se hable tanto del modelo territorial, de las competencias, de los estatutos, de las peculiaridades y de todas esas enjundiosas cuestiones por las que luego pregunta el CIS y resulta que no suponen ni un problema, ni una preocupación, ni una prioridad para el común más común de los españoles.
Es posible. Pero oiga, es el país que tenemos y en el que vivimos. Nosotros, a diferencia de Puigdemont, no nos hemos fugado a Flandes.
Ni a Puigdemont ni a sus cuatro valientes los va a entregar ya Bélgica a la justicia española. El nuevo instructor de la causa, Pablo Llarena, ha jugado a amarrar y ha anulado la petición para que sea detenido y extraditado. Muy claro no tenía el Supremo, salta a la vista, que el juez belga que hasta ahora ha ido dando largas fuera a dar por buenos todos los delitos por los que Puigdemont, en ausencia, está siendo investigado ya en España. Por si acaso lo entregaban a condición de que se le juzgara sólo por malversación, el Supremo cambia el paso y esperará a que el fugado y sus cuatro escuderos regresen por su propia voluntad a España. Si a Junqueras y Forn, si a los Jordis, se les investiga por rebelión, no va a ser menos el jefe de todos ellos, que era el fantasma de Flandes.
El precio que, naturalmente, paga el juez Llarena es la salmodia que de inmediato empezó a entonar ayer el coro independentista.
Que Tardá hable de hacer el ridículo después del papelón que hizo su gobierno con la proclamación de la república virtual es para darle una vuelta. Y la confianza que tienen por la justicia belga es encomiable: deben de haber estudiado todos a fondo la calidad de aquel sistema judicial. Pero es verdad: la rectificación de la euroorden hace verosímil que el juez belga iba a poner reparos a las imputaciones que hace la justicia española. Sin que eso signifique, obviamente, que el juez bueno es el de allí y el juez malo el de aquí, salvo para la fijación maniquea de los Tardá y alrededores. Y significando, eso sí, que Puigdemont encaja el revés en su estrategia judicial, que pasaba precisamente por limitar los delitos por lo que podría ser juzgado. Ya lo dijo él: no se iba para eludir la acción judicial, sino para que ésta se produjera con garantías. Traducido: para esquivar el delito más grave, que es la rebelión.
Miren que ayer comentábamos que en el serial catalán, y puigdemoníaco, hace tiempo que es mejor no hacer pronósticos. Cuando más previsible parece el guión, pega un giro y descoloca al más pintado. Hasta ahora el foco estaba puesto en el juez belga y desde ahora está puesto en el acta de diputado del ex president. Se presenta a las elecciones para ser diputado y, según él, para ganar de nuevo la investidura y volver a ejercer la presidencia. Bueno, no es posible ser investido por Skype. Ni usando un holograma que se les aparezca a los diputados catalanes en el Parlament. El que quiera ser presidente, tendrá que personarse. Y en eso confía la Justicia española para poder interrogar a Puigdemont. De nuevo, mejor no hacer pronósticos. Igual que se largó a escondidas cuando aún era president puede acabar escaqueándose del escaño y quedándose a vivir en ese bosque de Bruselas al que le ha cogido cariño. Puede construirse una cabaña y permanecer allí para siempre. Impune, sí, a lo Julian Assange pero escoltado por un millar de árboles.
Y ésta es la parte preocupante de la historia. Que si el tal Puigdemont no vuelve nunca, sus responsabilidades penales quedarían sin establecer y, de existir, sin sancionar. No debería sonreír tanto, por ello, el ministro de Exteriores del gobierno de España. Dastis.
El que debe de estar fastidiado con la decisión del juez Llarena es el abogado belga que se había buscado Puigdemont. El carísimo abogado que se queda cliente porque pasa a ser perfectamente prescindible. El abogado, digo. El cliente también, pero ahora todavía no: a Puigdemont lo necesitan en el PDeCAT justo hasta el 21 de diciembre. Después de ese día, su valor también decae. Y si el independentismo pierde la mayoría absoluta, ni les cuento.