OPINIÓN

Monólogo de Alsina: "Rajoy fue miope con Cataluña, pero Montilla predicó la deslealtad al TC"

Cataluña, en manos de un president de la Generalitat que llegó al cargo de rebote, cuyos méritos están aún por descubrir (la tozudez es la única cualidad que mencionan los suyos) y cuya altura intelectual y política quedó a la vista en la entrevista aquella de Salvados.

ondacero.es

Madrid | 25.10.2017 08:14

Cataluña, en manos de un tal Carles Puigdemont. Éste es el drama.

Un político flexible, profundo y claro.

• Flexible como la columna de hierro del monumento a Colón.

• Claro como la piel de la Moreneta.

• Profundo como el dibujo de Cobi.

Para desolación de algunos que contribuyeron a apuntalarle en el cargo hace apenas dos años, hoy todo depende de lo que este señor decida en el ejercicio de un liderazgo que le viene enorme y en la soledad de sus reflexiones matutinas en la casa dels Canonges.

• Sugerencias le han llegado de todos los colores.

• Ideas para salir del hoyo en el que ha metido a la sociedad catalana, unas cuantas.

• Presiones para que recapacite y entienda el daño irreparable que le está haciendo a las instituciones catalana, al autogobierno, a la relación con el resto de España, a la simpatía que ciudadanos de otros territorios pudieran sentir por Cataluña, su historia, su cultura, su modernidad (hoy muy mermada) y su apertura (hoy enterrada), presiones ha habido también en abundancia pero sin resultado claro.

Al comienzo de este nuevo día las probabilidades de que Puigdemont recule y acepte convocar elecciones son tan altas como las probabilidades de que dé un portazo y declare la República Soberana de Cataluña. Si usted pregunta a aquellos de sus colaboradores que prefieren lo primero le harán creer que las elecciones se han abierto camino. Si pregunta a los que prefieren lo segundo, le contarán que no han llegado hasta aquí para repetir las elecciones de 2015.

La fábrica de argumentarios echa humo.

• Por si acaso el desenlace es el primero.

• Por si acaso el desenlace es el segundo.

Si el pleno del Parlament acabara, de perdidos al río, mandando el autobierno a la basura y ofreciendo a Puigdemont en sacrificio para ser juzgado por rebeldía, es decir, si acabara declarando la República Libre y Soberana —jurídicamente, la nada— el argumentario dice que atribuirán la decisión a la legítima defensa y la necesidad de supervivencia, como dice el inefable Romeva. Que como el Estado represor les aplica el 155 no les queda otra que aplicar ellos la independencia por las bravas.

Vuelta la burra al trigo. Ya saben que las embestidas del independentismo han de ser siempre respuesta a algo que los demás les hemos hecho. Siempre llegan a su tierra prometida obligados, a la fuerza y por culpa de los otros. Aprovechando que los otros son, o somos, muy dados a autoculparse de todo lo que suceda: qué hicimos mal, qué no quisimos ofrecerles, cómo no supimos seducirles, por qué les caemos tan mal a estas buenas gentes. Sí, Carles, sí. No eres tú, soy yo. Que no estoy a la altura de que lo que tú mereces.

Si acabara prosperando la convocatoria de elecciones, entonces el argumentario dice que ha de quedar claro que no es una rectificación, mucho menos una rendición, que nadie pueda decir que Puigdemont ha perdido el pulso. Lo hará por patriotismo y porque la Generalitat con sus ochocientos años de historia y sus 129 presidentes anteriores son más importantes que este humilde servidor, apenas un vecino más de Girona.

Lo que no ha encontrado aún el molt honorable independentisme es una excusa potable para no personarse en el Senado mañana. Ni siquiera el señor Turull,consumado contorsionista, ha sido capaz de parir una coartada.

Ay, qué gran complicación. Que su president quiere viajar el miércoles pero le invitan, a elegir, jueves o viernes.

Toda la vida queriendo verse mano a mano con Rajoy, quejándose de que este presidente inmovilista, intolerante y recientemente represor, ¿verdad?, no le aceptaba una conversación franca sobre todos los temas. Pues para franco, con perdón, el debate en el Senado. El mano a mano por el que viene suspirando Puigdemont, pero a la vista de todos.

Pistas ha habido, como les dije a las siete, de que algo se mueve. De que no está tan claro que las elecciones estén desestimadas. De que hay embajadores llevando y trayendo mensajes de Barcelona a Madrid y de Madrid a Barcelona.

Que se sepa, quien habla con Puigdemont y con Rajoy, por ejemplo, es Miquel Iceta. Que le sugiere a Puigdemont dos salidas airosas.

PP y PSOE andan repartiéndose los papeles sobre esto de las elecciones.

Los populares, entreabriendo sólo el portillo. Por si Puigdemont se anima a darle una vuelta. Los socialistas, de par en par y por la puerta grande. Convoque elecciones y aquí no ha pasado nada. E Iceta erigiéndose en portavoz de quienes reclaman —se pone en circulación ya el concepto— un pacto de Estado.

Devaluado el concepto, manoseado, del diálogo, el socialismo prefiere hablar de pacto.

No se sabe quién tiene menos ganas. Si Rajoy de aplicar el 155 o José Montilla de tener que retratarse el viernes cuando se vote.

Ayer estuvo el ex president Montilla en el Parlament que lo designó senador. Y denunció la banalización en que ha incurrido ese Parlamento de la desobediencia de las leyes.

Es pertinente la denuncia. Y está bien que Montilla la haga.Siete años después de incurrir él mismo en la banalización que hoy censura. Fue este Montilla quien proclamó, en respuesta al Constitucional, que él se encargaría de que el Estatut se aplicara íntegramente, pese a las correcciones introducidas por los magistrados.

Y lo hizo el entonces president en un ejercicio de miopía política, e histórica, aún más grande que el que él, con razón, reprocha a Mariano Rajoy, por no haber dado a la cuestión catalana la dimensión que tenía.

Rajoy fue miope, es verdad, se informó mal, no supo medir sus actos y equivocó los diagnósticos y los pronósticos (la recogida de firmas fue sólo la más sonada de sus columpiadas). Montilla hizo algo más grave: predicó y alentó la deslealtad al Tribunal Constitucional. Se tomó como una batalla política más —contra el PP que le recurrió el Estatut, contra la renovación aplazada del Tribunal y el partidismo con que PP y PSOE encararon aquellos relevos— lo que era, en realidad, poner en cuestión la legitimidad de las estructuras del Estado.

Eran los tiempos de la resaca del pacto del Tinell, el cordón sanitario de Federico Luppi y todo aquello.

Hoy Montilla, es natural, prefiere ser recordado como el president que alertó de eso que él bautizó como desafección cuando quería decir desafecto, pero su criatura más duradera no fue ese concepto. Su criatura más longeva y más realimentada a diario por quienes pretenden volar el autogobierno democrático de Cataluña es la distorsión de lo que es, y lo que encarna, el Tribunal Constitucional. Convertir al árbitro constitucional en "un grupito de doce señores al servicio del PP que tumban la voluntad de los catalanes porque les da la gana". Eso es lo que sembró aquel gobierno tripartito y de eso siguen viviendo hoy dos de los partidos que lo integraban, Esquerra e Iniciativa. Y una parte del PSC, que era el tercero. La quiebra de la lealtad institucional por un calentón político.

Pablo Iglesias, que se sabe mejor la historia de finales del siglo XIX y comienzos del XX que la de este siglo XXI —el profesor de ciencia política en historia reciente flojea— sostiene que el Constitucional fue forzado por el PP para recortar el Estatut.

Ay, profesor, profesor. Forzar a los magistrados. Otra vez con este rollo. A ver: el Estatut es del año 2006; la sentencia es de 2010. Todo ese tiempo la presidenta del TC se llamó María Emilia Casas. Sector progresista. Gobernaba, todos esos años, José Luis Rodríguez Zapatero. Partido Socialista. Fue el gobierno Zapatero quien se aventuró, erróneamente, a comentar en privado, cuando el PP anunció su recurso, que ya se encargaría María Emilia de que no cuajara. Pero empezó el debate, se prolongó el debate, se eternizó el debate, y fue un magistrado del sector progresista, profesor, del sector progresista quien decantó la balanza para que los artículos sobre el poder judicial catalán se cambiaran. Manuel Aragón se llamaba. Y se llama. No era del PP. Era un magistrado con criterio propio.

¿Complicó las cosas a los políticos? Puede ser. Pero ya escuchó usted a Alfonso Guerra en este programa: él también sabía, como presidente de la Comisión Constitucional del Congreso, que habían aprobado un texto que sobrepasaba la Constitución en unos cuantos aspectos. El pasteleo, que habría dicho usted si del año 78 se tratara. Se pensó que haciendo la vista gorda y dejando el asunto en manos de María Emilia, la inconstitucionalidad no sería confirmada.

De nuevo incurre el profesor Iglesias en uno de sus vicios más conocidos: si un tribunal emite una sentencia que él no comparte, ha de ser porque sus integrantes o son del PP, o han sido forzados por el PP, o están haciendo méritos para trepar en la carrera el día que gobierne el PP. El magistrado Manuel Aragón no discrepó de una parte del Estatut porque estuviera a las órdenes de ningún partido político. Fue justo al revés. Ignorar las presiones políticas y actuar en coherencia y con independencia fue lo que desbarató el plan de hacer pasar por constitucional el Estatuto. Aunque Iglesias no se haya enterado. Y aunque Montilla nunca quisiera verlo.