VÍDEO del monólogo de Carlos Alsina en Más de uno 20/07/2018
Es un fastidio, eh. Tener que volver a ponerte el pantalón largo, cambiar las chanclas por los zapatos, ponerte la chaqueta y dejar aparcada, por dos días, la tumbona.
Es un fastidio tener que volver a vestirte de presidente del PP y plantarte en Madrid un viernes de verano a la hora la siesta. Con la calor.
A Mariano Rajoy, registrador de la propiedad, residente en Santa Pola, le toca hoy actuar en Madrid plantarse en Madrid para que ante las tres mil quinientas personas que durante años (y años y años) aceptaron sin rechistar todo lo que él les fue encomendando. Los tres mil que han sobrevivido a la legendaria pericia mariana para fulminar a sus adversarios fingirán hoy atender con interés al discurso póstumo del líder caído y terminarán de clavetearle la tapa de la caja. Rajoy se amortajó a sí mismo en aquel restaurante de Madrid que el día de la moción de censura llenó de coronas de flores el reservado y lo fue convirtiendo en velatorio. Desde aquella tarde de la moción pedrista, cuando Rajoy asumió con resignación (y una cierta pachorra) que no merecía la pena porfiar porque lo suyo estaba sentenciado, el ex presidente del gobierno ha pasado de serlo todo en su partido a no alcanzar la categoría de sombra. Ni como espíritu de las navidades pasadas le echan cuenta ya en el PP.
En puertas de la elección, nada menos, de un nuevo líder para el partido; estrenando este procedimiento inédito de primarias descafeinadas; afrontando el PP la depresión interna que produce ver cómo su poder en todas partes mengua; la pregunta que más se han hechos los dirigentes de este partido esta semana no es con quién va Rajoy —ni qué dice Rajoy, ni qué piensa Rajoy—, la pregunta que más se han hecho es si de verdad es él ése que sale en la foto de la tumbona.
Esta tarde pronunciará, con sorna de Santa Pola, la elegía por lo que él mismo pudo ser y no fue y se dejará aplaudir, un rato largo, por los tres mil y pico que han sido corresponsables —para lo bueno y para lo malo— de lo que el PP llegado a ser (o ha llegado a dejar de ser) en los seis años y medio de gobierno mariano. Prometió que no interferiría en el combate por el trono de Génova y nadie espera que a última hora rompa su aparente neutralidad. Más aparente que otra cosa porque estando en la carrera quien ha sido su más estrecha subordinada en estos seis años cuesta creer que le de igual al presidente quién gane. La encarnación más visible de marianismo hoy es Sáenz de Santamaría. Si los tres mil supervivientes deciden darle el trono al estudiante estarán consumando la segunda moción de censura a Rajoy. Primero, la del Parlamento. Después, la de los de dentro.
El líder saliente presume de no haber tomado partido en la gresca interna. En realidad, ésa fue siempre su coartada para no asumir como propio el destrozo que la rivalidad extrema entre sus dos personas de confianza fue causando en el partido y en el proyecto. Rajoy dejaba hacer, eso decían sus rapsodas.
Como si la pugna a garrotazos entre Santamaría y Cospedal —exhibida en su máximo esplendor en los primeros metros de esta carrera de cuádrigas— no hubiera tenido nunca nada que ver con él. Como si este choque de trenes (esto sí es un choque de trenes, mi querido Raúl) entre los de Santamaría y los de Cospedal, no fuera justo el legado que deja su personalísimo modo de ejercer el mando. El rival de Santamaría, hoy, se llama Casado, pero es la pugna entre la ex vicepresidenta y la aún secretaria general lo que tiene descoyuntado el partido.
Hay otro partido que celebra Congreso este fin de semana. Y también hay pelea de gallos en las alturas. O de gallo y galla, el expatriado de Hamburgo, Puigdemont, y la señora Pascal, eterna aspirante a remozar, y reconstruir, lo que va quedando de Convergencia Democrática. Marta Pascal quiere que el PDeCAT resuelva de una vez sus guerritas internas y la ratifique a ella no como coordinadora del partido, sino como secretaria general, que tiene más fuerza. Más fuerza para tumbarle los planes de absorción a Puigdemont, que es de lo que va, de verdad, esta guerra. El de Hamburgo amenaza con quemar su carné de militante si Pascal sale de este congreso coronada. Dices: ¿y el carné en realidad para qué lo quiere, sin él lleva actuando al margen, y en contra, del PDeCAT desde antes de marcharse de España?
Volver, el procesado Puigdemont no va a volver porque si vuelve le está esperando la policía judicial de Llarena para conducirle al juzgado primero y, de allí, al calabozo. Volver no va a volver ni mañana, ni pasado ni en veinte años, que son los que tendrán que transcurrir para que le prescriba la presunta rebelión por la que Llarena está empeñado en juzgarlo.
En el capítulo de ayer del serial, como usted ya sabrá…
…se vio una amarga escena en el Supremo, con los jueces enjuagándose las togas y Llarena firmando la renuncia. La renuncia a traerse para España a Puigdemont con la condición de juzgarle sólo como corrupto, no como caudillo de una rebelión. En la escena se pudo adivinar en el rostro de Llarena su desdén hacia Martin, Mathias y Mathias, los tres jueces alemanes que pretenden saber más que él de cómo se castiga penalmente el intento de tumbar la Constitución en un territorio. Los tres jueces que hicieron naufragar aquella euforia de la primera hora, cuando se supo que a Puigdemont lo había cazado el CNI en Alemania, tierra de sólidos juristas pro europeos, se dijo, que jamás osaría poner reparos a una orden de detención y entrega remitida por España. Cuatro meses después de aquel otro episodio en que se adivinó a Llarena tocando las castañuelas, el mismo juez pliega y se resigna a no poder juzgar por todo a Puigdemont salvo que éste cometa el error de cruzar la frontera. Aunque sea de incógnito, como Carrillo. Aunque Santiago para pasar inadvertido se colocó peluca y este Puigdemont, para no ser reconocido, tendría que quitársela.
En veinte años no podrá pisar España. Pena de destierro. Premio de consolación para el Supremo. Pero el plan de Puigdemont no es ése. El plan de Puigdemont es que sea Sánchez, excitado, ante el espejo, con su imagen de pacificador de Cataluña, quien maniobre en el Supremo para devaluar los cargos, diluir la causa y rebajar al mínimo las posibles condenas. El plan de Puigdemont es que sea Sánchez quien le dé la puntilla a la Llarena y le permita regresar a él de Waterloo para asumir una pena irrelevante que despeje el camino hacia el indulto.
Confía tanto en el nuevo clima de Sánchez, en Sánchez el apaciguador, que lo último que se plantea es renunciar él a la peluca.