Todos tenemos en la cabeza que las palabras con las que hablamos se organizan en familias léxicas. Aunque no atendiéramos mucho en clase de lengua, vemos que hay términos muy parecidos entre sí (guapo, guapa, guapos, guapura, guapamente, guapetón, etc.), es fácil ver que en esta serie algo se cuece, una raíz común, mal se tiene que dar para que estas palabras no sean, como poco, primas…
Si elaboramos esta explicación un pelín, diríamos que estos términos forman lo que se llama un paradigma, un esquema con el que se organizan las voces que admiten flexión o derivación. De hecho, porque los paradigmas existen podemos tomar una base léxica o una raíz y, respetando las reglas de la morfología, irle añadiendo prefijos, sufijos, morfemas, etc. e ir con ello creando nuevas palabras y ampliando precisamente las familias léxicas.
Todo parece ordenador, pero a poco que se escarbe, ninguna familia es modélica… siempre hay hijos díscolos, padres despreocupados, envidias, rencillas… pasa con las personas y pasa con las palabras. Y si pensáis que esto es solo una metáfora didáctica, os doy un ejemplo que seguro que os suena.
Números ordinales. Me salto el primero, segundo, etc. Vamos a los correspondientes al 11 y al 12. Las formas que tradicionalmente se han aceptado han sido las etimológicas, undécimo y duodécimo, respectivamente, las que seguían a décimo, del 10. Pero más modernamente, los ordinales del 11 y el 12 empezaron a tener envidia de la serie del 13, el 14, etc. e igual que decimos décimo ter-cero y décimo cuarto empezamos a decir décimo primero y décimo segundo, que hoy también se admiten.
Pero la envidia no acabó ahí, el ordinal de 13, décimo tercero, ya era igual que toda su familia, todos cortados por el mismo patrón, peinados igual… ¿En quién se fijó entonces? En cómo era antes el 11: de 10, décimo; de 11, undécimo; ¿de 13? trécimo. ¿O no os acordáis cuando, hace unos años, el Real Madrid consiguió ganar aquella famosa Champions? Consiguió ganar “la trécima”.
Veis como el 11 y el 12 se copian del 13 y luego el 13 se quiere volver a copiar del 11. Pues estas envidias entre las palabras no son más que casos de analogía, palabras que evolucionan (cuando la variante cuaja) con formas que, en principio no les corresponderían según su propio paradigma, por influencia de la forma de otras palabras.
La fuerza de la analogía está detrás de algunas de las irregularidades de nuestra lengua; incluso, , históricamente.
Por ejemplo, el verbo haber, como sabéis, es el principal verbo auxiliar que tenemos en español (el que se emplea para formar los tiempos compuestos de la conjugación) y, ojo, esto hace que entre en contacto con muchos otros verbos. Pero haber es un verbo irregular. Claro, ese estar ahí, con su forma diferente, siguiendo su propio paradigma… los otros verbos acaban por copiar sus irregularidades, modifican su forma por analogía con el verbo haber.
El latín habui, dio en castellano medieval ove, del que procede nuestro hube, pretérito perfecto de haber. Y copiadas de este hube, ya irregular, se crearon las formas no etimológicas estove, tove y andove, por las que hoy decimos estuve, tuve y anduve. Por analogía con haber, tenemos irregularidades en estar, tener y andar.
De andar se registra en castellano medieval andude, copiada de pude; pero, como nuestra trécima, no llegó a cuajar.
Entonces, crea irregularidades como estas; pero es que las discordias en las familias, a más a más, llevan incluso a producir una excisión: palabras que empiezan a crear otro paradigma diferente, un nuevo patrón para otra familia, por ejemplo, bikini. Bikini procede de un topónimo, la palabra se tomó, tal cual, del nombre de una isla, y sobre ella, por analogía por su forma, hemos creado, trikini o monokini. Llegó al español, le gustamos y echó raíces, formando su propia familia. Me diréis yo no he dicho monokini en mi vida, dame otro ejemplo. Pues lo mismo pasó con billonario (el ‘que tiene un billón’), se crea por analogía con millonario. Quiero decir, -onario, así, como elemento, no es nada, es la palabra entera, millonario, la que crea un patrón, una familia, y las otras se forman a su imagen y semejanza.
A veces perdemos a la primera palabra, la que crea la familia o el patrón: fealdad, que es una palabra bastante común, se forma por analogía con beldad, que ya decimos bastante menos; campesino, término muy frecuente, se crea por analogía con montesino, mucho menos usada hoy. Entonces, esto ya es totalmente “un tirar la piedra y esconder la mano”, la palabra provoca la discordia, crea un patrón por excisión y luego ya se retira, dejamos de usar el término, pero aunque nosotros acabemos por olvidarla, la palabra ya ha dejado su paradigma, su huella en la historia de nuestra lengua.
Con todo, con todo, no quiero que nos vayamos de aquí pensando que la analogía es la mala de la película. No, la analogía es un personaje complejo y fascinante, tienen sus claroscuros, como los grandes protagonistas de las buenas historias. Y es que también es muchas veces una fuerza regularizadora, que mantiene al paradigma unido, dándole cohesión. Cuando nos equivocamos y no decimos anduve, ¿qué decimos? Andé. Tenemos en la cabeza un patrón de regularidad, aplicamos la lógica esperable en el paradigma y esto también lo hacemos por imitación, por analogía.
Si queréis ver bien cuán fuerte es como fuerza regularizadora, fijaos en como van aprendiendo a hablar los niños. Para muestra, un botón: la hermana de Judith tiene dos hijas, mellizas. Cuando eran pequeñas, estaban un día, por ahí, cacharreando, y una de ellas, Ángela, se enfadó mucho con la otra, la miró con gesto muy serio y le dijo, muy tremenda ella, “Ahora me voy a jugar sintigo”.
Esa lógica preciosa por la que, si puedo decir contigo, tendré que poder jugar sintigo. Es pura analogía, pura analogía; pero en fin, es que ya avisé desde el principio que estas cosas pasaban en las mejores familias…