Libros prohibidos a lo largo de la historia ha habido muchos, tantos que se publicaban índices con ellos. En 1551 ya hubo una edición temprana del ‘Index Librorum Prohibitorum et Derogatorum’ que era una relación de obras que no se podían difundir ni leer en los territorios de la monarquía hispánica y que, por supuesto, elaboró por aquel entonces la Inquisición española.
Esta relación es incluso anterior al Índice de libros prohibidos para los católicos que promulgó unos diez años después el Papa.
Para ejercer este control lo que se hizo entonces fue establecer que ningún libro se podía imprimir si no contaba previamente con una autorización. Este beneplácito llegaba en forma de imprimátur.
El imprimátur era una declaración oficial con la que la Iglesia daba fe, nunca mejor dicho, de que una obra era apta según la moral católica y que, por tanto, los fieles podían leerla.
Normalmente, además, tenía varias fases o varios sellos: el primero era el imprimi potest, ‘puede imprimirse’, básicamente era como cuando un superior te revisa lo que has escrito y te dice “vale, bien, no hay ningún fallo grave”.
Después del imprimi potest venía el nihil obstat, literalmente, ‘nada se opone’, ‘nada que objetar’, que se daba cuando la obra ya había sido revisada concienzudamente por el censor.
El último paso era el imprimátur, cuando también tenía el visto bueno de la autoridad eclesiástica. Estos sellos se imprimían con la obra, eran una página más al inicio del libro y llevaban el nombre de la autoridad, el lugar y la fecha. Todo muy formal.
Por aquel entonces se prohibían los libros que se considera que venían a incitar a la herejía, libros sobre la reforma, con ideas luteranas, versiones no aprobadas de la Biblia, etc.
Tener libros de este tipo podía acarrear no solo la confiscación de los bienes sino hasta la pena de muerte. Que la Inquisición con chiquitas no se andaba.
Algunos expertos aseguran que los libros prohibidos circulaban con cierta facilidad, que llegaban de Francia y que los libreros jugaban “al estraperlo” con más o menos fortuna; pero lo cierto es que el propio hecho de que hubiera libros prohibidos, es decir, de que se considerara que solo algunas ideas eran convenientes, alimentaba en parte de la población la creencia de que las ideas nuevas o distintas eran peligrosas.
A lo largo de la historia se han prohibido todo tipo de libros y de autores. Aún antes de nuestra Inquisición, la Biblia estuvo prohibida en el Imperio Romano, porque entonces no se le quería dar difusión al cristianismo; después, la Iglesia prohibió libros científicos que anteponían el pensamiento racional a las doctrinas de la fe.
Si avanzamos más en la historia, os diré que la censura llegó hasta el mismísimo Cervantes. A Don Miguel se le expurgó una frase del capítulo 36 del libro II del Quijote. Se suprimió: “las obras de caridad que hazen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada.”
Ya en tiempos más modernos, regímenes políticos actuales han prohibido libros por muchos motivos. ‘Rebelión en la granja’, el libro de George Orwell en el que unos animales se plantean si quieren o no quieren estar al servicio de las personas, fue prohibido en la Unión Soviética, en Corea del Norte o en China y Harry Potter fue prohibido en los Emiratos Árabes por incitar a la brujería.
Se empieza por ir a clase de pociones y ya sabe dónde acaban nuestros niños…
Estados Unidos oculta suicidios y sexo
En Estados Unidos la censura ha cobrado un nuevo impulso estos meses y en algunos Estados hay fuertes movimientos para sacar de las escuelas públicas y de las bibliotecas determinadas obras que no se considera apropiado difundir y en las que aparecen cuestiones como el suicidio, la conciencia o la convivencia cultural o en las que aparecen personajes LGTBI o que simplemente abordan cuestiones de educación sexual.
Para que nos hagamos una idea en esta lista hay obras como, por ejemplo, ‘Matar a un ruiseñor’ o ‘Por 13 razones’ que tiene incluso una versión en forma de serie de televisión. Y hay libros que hasta han ganado prestigiosos premios a nivel internacional.
Vaya por delante que no creo que revisar los libros que se incluyen dentro del currículum escolar sea malo. Al contrario, creo que debe hacerse, igual que se revisan el resto de materiales educativos que se emplean en cada nivel. Pero esta idea de condenar al expurgo y al ostracismo a determinadas obras, este recuperar los índices de libros prohibidos, pues que queréis que os diga, yo que soy filóloga, amiga de natural, de los libros, me parece terrible.
Las fuentes dicen que la lista de libros censurados en las bibliotecas públicas de EE. UU. se ha triplicado en el último año. Y planteamientos como ese denotan muy poca confianza en nuestros jóvenes, que no es que vayan a salir a pegarle palizas a la gente solo por leer ‘La Naranja Mecánica’, no van a montar una sublevación solo por leer ‘Rebelión en la granja’.
Que sean jóvenes no quiere decir que sean estúpidos, que no sepan ver y entender el trasfondo que tienen esas obras.
Sacar libros de las escuelas denota también falta de confianza en los propios centros educativos. Que, vamos a ver, no es que a los alumnos se les espete, o no debería, una lista de lectura y que allá se las apañen.
Los libros se leen, pero también se trabajan, se les da un contexto a las obras que precisamente permite que de la lectura se extraiga la mayor y la mejor información posible; por eso hay también ediciones comentadas de las obras.
Y si los estudiantes tienen dudas, si hay debate, la escuela me parece a mí, es precisamente un lugar donde se debería poder hablar sobre esas cuestiones. Que al colegio deberíamos ir a pensar, no a memorizar. Ver qué opiniones tienen nuestros estudiantes, ver qué les parecen a ellos las cosas, cómo las entienden y qué harían si estuvieran en el papel de los personajes. Cuanto más polémico sea el libro, a mí modo de ver, más falta hace que nuestros jóvenes puedan hablar de él con un adulto, en la escuela o en sus casas. En un buen centro educativo debería poder leerse cualquier libro.