Esta mañana me gustaría hablar de un ejercicio en el que uno no desea ser descubierto, que la mirada no sea delatora y se interprete como pura invasión del espacio ajeno, incluso, de la intimidad.
No se si les ocurre, pero yo cuando viajo y tomo asiento siempre me detengo en aquellos que se aproximan buscando su espacio y lo llevan entre las manos, bajo el brazo y también lo sacan de la mochila. A veces se sitúan muy cerca o, incluso, en el asiento de al lado y ocurre que me come esa necesidad sana, pero cotilla de descubrir el título del libro que les ocupa.
A veces, el ejemplar se resiste a mostrar su tapa y te obliga a ser aún más disimulado. Uno cree poder obtener alguna pista sobre los gustos, la personalidad o incluso la vida del viajero conociendo qué es lo que lee en ese momento. ¿Por qué ha llegado a sus manos? Una reseña, fidelidad al autor, un regalo. ¿Habrá conseguido captar su interés o será un recorrido agónico? Y, sobre todo, ¿desencanto con el final o plena satisfacción?
Y dentro de ese grupo de viajeros con un libro como equipaje, están casi desaparecidos aquellos que me dejaban frustrado porque oculta la tapa forrándola con un papel neutro, vacío, insípido -que todavía quedan-.
La Federación del Gremio de Editores de España en su estudio sobre lectura de 2018 ya señalaba que un 15,6% de los encuestados leía en transporte público de manera habitual. Aunque por delante, siempre está y estaba la opción en casa o al aire libre. En casa al menos, estás protegido de la mirada curiosa del viajero de al lado.
Aunque, aquí lo importante, no es el espacio o el medio en el que te transportes, sino encontrarte con un libro que sea el encargado de llevarte. Hoy se celebra con plenitud, por fin, Sant Jordi, y es el Día Internacional del Libro.