Con Javier Cancho

Punta Norte: La condena de ser presidente

Antes de entrar en el detalle de esta historia, quiero contarte, Jaime…quiero contaros algo que me parece que está muy relacionado con el asunto de hoy. Espero no incurrir en ese fenómeno tan de nuestro tiempo que es el ombliguismo; pero, creo, que partiendo de una experiencia personal -con la que sigo teniendo pesadillas- pues voy a poder llegar mejor al tuétano de la historia que os queremos contar.

Javier Cancho

Madrid | 10.11.2019 16:53

El asunto al que me voy a referir ocurrió en una época -por desgracia- lejana, cuando yo era muy joven.

Veréis…me emancipé con 25 años, y aunque presumía de haberme emancipado en cuento tenía ocasión, en realidad, seguía yendo a comer en cuanto se presentaba la oportunidad a casa de mis padres. Y la oportunidad se me presentaba casi todos los días. Pensándolo con la perspectiva del tiempo, creo que el mayor reto de mi emancipación fue el trato con la vecindad. En aquella época ya trabajaba como periodista y como joven periodista en aquella época sí era posible emanciparse más o menos. Y me emancipé en un piso antiguo con no muchos vecinos, aunque todos bastante mayores que yo. Y una de las exigencias de la comunidad de vecinos era ir a las reuniones: ¡ay de ti si faltabas!, los reproches de mis vecinas eran de severos a muy severos y acompañados de interrogatorios exhaustivos, aquellas señoras parecían haber aprendido sus técnicas de arrinconamiento en la Gestapo. Eran muy duras, solían soltarme una inquietante cuestión: me preguntaban si no estaría tratando de aprovecharme de ellos.

En algunas ocasiones, he de decir que no fueron muchas, fueron algunas…pues, digamos que llegaba acompañado a casa, y subía las escaleras sabiendo lo que iba a pasar. La puerta del portal de aquella comunidad era de esas estruendosas al cerrarse, por mucho que pusieras empeño en tratar de ser sigiloso. De modo que, después, según iba subiendo las escaleras -con la persona que me acompañaba- pues notaba como la claridad que se percibía al otro lado de las mirillas se iba tornando súbitamente en una oscuridad reveladora. Y después durante la noche, si se daba la circunstancia de que nos poníamos…um…¿cómo decirlo?...pasionales…pues, entonces, al día siguiente, en cuanto me capturaban en la escalera de aquel inmueble de vecinos sin ascensor…en cuanto me atrapaban, empezaban las preguntas: qué habían sido esos ruidos, me planteaban si había oído hablar de la decencia, si había pensado en los señores maridos de ellas, y en lo que esos ruidos podían perturbarles. En fin, siendo todo esto difícil de llevar, Jaime..no era lo más terrible.

Todo parecía ideal, ¿verdad? tenía trabajo, trabajaba en Onda Cero, me había emancipado, tenía buenos amigos, vivía solo estando de vez en cuando en buena compañía; pero…tenía unas vecinas implacables. Especialmente implacables con los cubos de la basura. Y en aquel oscuro cuarto de contadores, había dos a falta de uno. El amarillo para los envases y el de la tapa naranja. Dentro de ése de la tapa naranja había escenarios espeluznantes sobre todo para el olfato. Y aquellos señores tan mayores, de pensiones tan exiguas, se negaban a contratar a alguien que limpiase por dentro aquellos cubos de la basura, de modo que cada semana le tocaba hacerlo a uno de los vecinos, cada semana a uno. Y ya he mencionado que no éramos demasiados vecinos. Y no quiero exagerar, pero cuando me tocaba limpiarlos a mí nada era suficiente para aquellas señoras.

Estoy hablando de la ciudad de Madrid de fin de siglo. No sé ahora, pero entonces los cubos de la basura dependían de cada comunidad. Y en la mía había que limpiarlos a fondo.

Os aseguro que en más de una ocasión me dieron arcadas tratando de eliminar con la fregona el líquido derramado de alguna de aquellas bolsas de basura. Pero, el empeño de aquellas señoras en que la comunidad limpiase sus cubos, sus porquerías, me enseñó algo valioso. Espero no ponerme moralizante; pero, es verdad que con aquellas fregonas comprendí lo mal pagado que está ese oficio llamado señoras de la limpieza. Y no se trata sólo de que el lenguaje que empleamos sea machista, es que ellas siguen limpiando muchísimo más que nosotros.