Los testigos contaron que -incluso- se veía como las montañas se balanceaban. Se prolongó durante cinco minutos que resultaron interminables. Alcanzó una magnitud de 9’5. Mató a 2.000 personas, dejando 2 millones de damnificados.
El maremoto que generó aquel seísmo llegó a matar a gente que estaban al otro lado del Pacífico. Es decir, un terremoto en Chile mató a personas que estaban al otro lado del océano más grande del planeta. Aquello que nos disponemos a contar sucedió en un domingo de mayo de 1960.
Valdivia es un lugar -que para ubicarlo en el mapa- debemos situar hacia el centro de Chile, más o menos. Es un enclave llamativo porque allí es donde confluyen tres ríos camino del océano. Valdivia es la capital de la región de los Ríos. Está a más de 800 kilómetros al sur de Santiago. Y es un lugar en el mundo señalado como el epicentro de un cataclismo, sin atisbo ninguno de exageración. Lo que allí sucedió fue un cataclismo.
La energía que aquel terremoto liberó fue unas 20.000 veces más potente que la de la bomba lanzada por Estados Unidos sobre Hiroshima al final de la Segunda Guerra Mundial. En el cementerio de Valdivia las tumbas se abrieron, hubo vivos que fueron a morir donde ya estaban los muertos. Las casas sucumbían por completo. Primero se movían violentamente, y al instante se caían. Los postes de la luz daban sacudidas antes de desplomarse soltando chispazos.
Hubo embarazadas que estaban a punto de parir y que por lo que fuera se pusieron de parto en medio del terremoto. Los testimonios que se recogieron describen situaciones que podemos considerar más allá de lo extremo. Los adoquines saltaban a una altura de medio metro; las piedras salían como propulsadas del suelo. El hospital de Valdivia se cayó casi por completo. Los pacientes ingresados que sobrevivieron caminaban por la calle aturdidos. Era como estar presenciando una caminata de zombis dispersos. Fue tremendo.
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