De todas las enfermedades que puede sufrir la economía de un país, la inflación es la peor de todas. Peor que el paro, la recesión o una crisis financiera, entre otras cosas, porque suele conducir a todas esas cosas. La inflación es a la economía y la sociedad lo que el cáncer es al organismo humano. Es destructiva porque hace un daño universal. Nadie se libera de ella y no beneficia a nadie, da igual que seas trabajador, empresarios, activo, parado, comprador, vendedor. Todos somos más pobres por la sencilla razón de que nuestro dinero vale menos cada día. Una vez que empieza es muy difícil pararla.
Puede ser que la primera chispa salte en los precios de la energía, pero al final termina en la sandía y en los melones. En muy poco tiempo, la metástasis se extiende a todo lo que se compra y se vende, incluidos los alimentos y las cosas que necesitamos para vivir.
Las víctimas preferidas de la inflación son las familias de rentas bajas y medias, que son la inmensa mayoría. No sólo destruye la economía, sino que corroe la convivencia. Crea malestar porque todo el mundo siente que se está empobreciendo. Luego crea conflictos: los trabajadores exigen subidas salariales que los empresarios no pueden asumir, vienen las huelgas, los comerciantes dejan de vender y cierran sus negocios, los transportistas comprueban que les sale más barato no trabajar y paran los camiones, los productos no llegan a los mercados y aparece el desabastecimiento.
Algo de eso es lo que probablemente nos espera este otoño. Detrás del malestar y los conflictos viene el pánico, y con él la cólera de una sociedad que busca culpables. La inflación ha derribado más gobiernos que todas las revoluciones de la historia. Hitler llegó al poder tras un periodo de hiperinflación en Alemania donde llegó un momento en el que el dinero no valía nada y los billetes sólo eran trozos de papel. Fueron las clases medias encolerizadas quienes lo llevaron al poder. Por eso, lo peor de esto es cuando aparece la demagogia, que es puro veneno.