Todos hemos experimentado alguna vez una digestión pesada o indigestión. En una persona sana el problema puede ser puntual, debido a la ingesta de una cantidad de comida excesiva en un período de tiempo relativamente pequeño (un “atracón”) o a que lo ingerido ralentice el vaciamiento gástrico, como ocurre al consumir alimentos muy grasos o alcohol. Pero también puede aparecer cuando la persona tiene una enfermedad, como la diabetes.
En muchos pacientes diabéticos se produce “gastroparesia diabética”, una especie de parálisis del estómago. Incluso existe una enfermedad específica del estómago, la llamada dispepsia funcional, que consiste en una alteración en la función motora gástrica y no se debe a ninguna otra patología, ni siquiera a una obstrucción mecánica del tubo digestivo.
No puedo más, estoy lleno
En todas las circunstancias mencionadas se producen síntomas similares, con dos mecanismos principales (que se pueden solapar). Por un lado, puede que el estómago no se distienda bien para acoger la comida ingerida o puede que no tenga “fuerza” para propulsar el alimento a través del píloro. Otras veces, el esfínter pilórico no funciona bien, no se relaja, y el contenido del estómago no puede pasar hacia el intestino delgado o lo hace muy despacio.
En consecuencia, en ambos casos aumenta la presión dentro del estómago, por la acumulación de comida, y se producen los típicos síntomas de la indigestión, como sensación de saciedad temprana tras la ingesta (“no puedo más, estoy lleno”), dolor abdominal, náuseas y vómitos.
Los vómitos pueden considerarse un mecanismo de “descompresión” rápida del estómago, y pueden ser fisiológicos (no los podemos controlar) o provocados (estos últimos, muy poco recomendables, por cierto). Si son frecuentes pueden dañar el esófago, la faringe, la boca y los dientes.
El problema del reflujo y la acidez
El reflujo gastroesofágico, por su parte, se produce cuando el esfínter esofágico inferior o cardias no realiza bien su función y deja pasar el contenido del estómago al esófago. Esto se acentúa en personas obesas y embarazadas, por el aumento de presión abdominal.
Como el estómago produce ácido durante la digestión, ese contenido que pasa al esófago durante el reflujo puede acabar irritando y dañando la superficie epitelial de este tubo, y ocasionar, a la larga, esofagitis, úlceras esofágicas, esófago de Barrett y hasta cáncer esofágico.
Sin llegar a este extremo, muchas personas sufren las consecuencias inmediatas de la indigestión y del reflujo como acidez o ardor e hipersensibilidad del esófago (dolor torácico no cardíaco).
Medicamentos para los problemas estomacales
Lo ideal es corregir la causa de la indigestión, comenzando con la aplicación de medidas higiénico-dietéticas clásicas: evitar los atracones, reducir la ingesta de alimentos grasos y alcohol, evitar las siestas justo después de comer, etcétera.
Pero a muchos pacientes no les basta y necesitan tratamiento farmacológico (pero, ¡mucho cuidado con la automedicación!). Existen medicamentos que modifican la función motora del estómago, como la acotiamida, que relaja el estómago y reduce la presión intragástrica. Por su parte, los llamados procinéticos gástricos, “movilizan” el estómago y facilitan su vaciamiento, con lo que reducen la saciedad temprana.
Muchos de ellos, además, tienen efecto antiemético. Es decir, previenen o reducen las náuseas y los vómitos. De estos, se prefieren los que no producen efectos centrales, como la domperidona, que, además, mejora el ritmo del marcapasos gástrico.
También se pueden emplear procinéticos intestinales, que movilizan el intestino y reducen así los obstáculos al tránsito del bolo alimenticio por el tubo digestivo en su conjunto. Al mejorar el tránsito gastrointestinal, los procinéticos, indirectamente, pueden reducir también el dolor abdominal. No obstante hay que tener en cuenta que dosis elevadas de estos fármacos pueden acelerar tanto el tránsito gastrointestinal que ocasionen dolores, cólicos y diarrea.
Algunos antidepresivos presentan también efectos beneficiosos en los pacientes con gastroparesis, especialmente aquellos que sufren además trastornos psicológicos (incluida la depresión). Los pacientes que presentan dolor abdominal asociado a la gastroparesia pueden verse beneficiados por el uso de fármacos moduladores del dolor visceral, incluyendo estos antidepresivos, pero también nuevos fármacos como la oliceridina (un tipo especial de agonista opioide con efecto analgésico y relativamente pocos efectos adversos).
Si el problema es el reflujo y el ardor epigástrico, se pueden emplear fármacos que reducen la acidez. Para tratamientos agudos y puntuales, lo ideal son antiácidos clásicos, que neutralizan el ácido gástrico. En el caso de tratamientos prolongados, se opta por inhibidores de la bomba de protones (tipo omeprazol) que inhiben la producción de ácido gástrico.
Además, se pueden usar otros productos, como los alginatos, que crean una barrera protectora en el estómago para que no escape el ácido hacia el esófago. O moduladores del dolor visceral, incluyendo los antidepresivos mencionados más arriba, usados a dosis bajas.
Cuando la diabetes y el párkinson atacan el estómago
Lamentablemente, controlar la gastroparesia no es tan fácil cuando ésta se debe a una enfermedad como la diabetes o el párkinson. En esos casos puede haber afectación del músculo gastrointestinal, de la inervación de dicho músculo (plexo mientérico, nervio vago) o de sus células marcapasos (células intersticiales de Cajal). Frecuentemente este daño se debe a causas inmunológicas: el sistema inmune destruye algunos componentes del aparato contráctil gastrointestinal.
Por suerte, ya se empiezan a desarrollar algunos tratamientos dirigidos a estas dianas, como la tetrahidrobiopterina, esencial para mejorar la función de la enzima que produce óxido nítrico en las neuronas del tubo digestivo (mientéricas), alteradas en los pacientes diabéticos.
En días de fiesta, cuidemos nuestro estómago y ayudémosle a hacer bien su trabajo. ¡Buen provecho!
Raquel Abalo Delgado, Catedrática de Farmacología, Universidad Rey Juan Carlos
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.