Una de las discusiones contemporáneas más acaloradas ocurre en las mesas de cualquier local donde se consuman alimentos. Y máxime si hay leche o sustitutos vegetales presentes. Como el péndulo de un reloj de pared, los argumentos oscilan desde el especismo, pasando por el maltrato animal, hasta aterrizar en aspectos del cambio climático.
Por un lado, están los opositores al consumo de leche y, por el otro, los fervientes partidarios de esta y sus derivados. Cualquiera que sea nuestra postura en el debate, debemos saber que la costumbre de tomarla es relativamente moderna en la historia del Homo sapiens, como consecuencia de un interesante proceso evolutivo.
Sin embargo, fue indiscutible su importancia en las civilizaciones antiguas. A quién no le suenan los baños de Cleopatra en leche de burra, para conservar su inigualable belleza en tiempos egipcios; la leyenda de Rómulo y Remo, legendarios fundadores de Roma, amamantados por una loba; y en el esplendor griego, la glorificación de la leche cuando dio nombre a nuestra galaxia, la Vía Láctea, al considerar que nació del líquido nutricio liberado por los pechos de la diosa Hera.
La madre de todas las leches
Volvamos ahora la vista mucho más atrás, cuando surgió el complejo proteico que antecedió a la leche, hace unos 200 millones de años.
En aquel tiempo aparecieron animales que requerían un alimento complementario a la pérdida de líquido producida por la incubación de los huevos. La imposibilidad de poner huevos de mayor tamaño favoreció que surgieran epitelios modificados en las madres, capaces de secretar proteínas que garantizaban la sobrevivencia de crías de rápido crecimiento. Además, al carecer de dientes en sus primeras etapas de desarrollo, estas no podían procurarse ellas solas el alimento.
Fue un gran salto evolutivo, ya que aquel primitivo complejo lactoproteico inició la sustitución de la yema de los huevos de la que se nutrían los embriones. Después, hace unos 65 millones de años, la evolución dotó a los mamíferos placentarios de una glándula mamaria capaz de producir una secreción de hasta 400 componentes, tal y como la conocemos en la actualidad.
Un fósil viviente que nos puede ilustrar este complicado proceso es el ornitorrinco, una maravilla de la evolución. Pone huevos, pero amamanta a sus crías. No es un ave, pero tiene un hocico en forma de pico de pato. Carece de dientes y sus machos tienen un espolón venenoso.
Primeros indicios arqueológicos
Para el caso que nos ocupa es de vital importancia poner sobre la mesa las evidencias arqueológicas. Restos de leche hallados en vasijas documentan su consumo habitual en humanos, más allá de la lactancia, desde hace más de 6 000 años. Esta costumbre se produjo a partir de la domesticación de herbívoros rumiantes, por ser menos peligrosos y más fáciles de manejar que los carnívoros. Además, no competían directamente por los alimentos con nuestra especie.
Cabe destacar que la obtención de la leche tampoco comprometía la vida de los animales. Este proceso, conocido como la revolución de los productos secundarios, permitió la selección y especialización de especies como vacas y cabras. Así se produjo el paso de las comunidades cazadoras-recolectoras a las primeras sociedades agrícolas y ganaderas.
¿Cómo se adaptaron los antiguos humanos a su consumo?
Hasta este punto sólo hemos hablado de las circunstancias culturales y ambientales que facilitaron el consumo de leche. Ahora veremos cómo se adaptó el cuerpo humano al nuevo alimento.
La digestión de la leche esta regulada, principalmente, por dos factores: la presencia de microorganismos que consumen lactosa –un tipo de azúcar exclusivo de la leche– y la acción de la lactasa. Esta enzima es la responsable de descomponer lactosa en azúcares más sencillos y lograr su absorción hacia la sangre.
No siempre fue así. Estudios arqueológicos y genéticos han determinado que los primeros humanos que consumieron leche no podían digerir la lactosa. Solo pequeñas proporciones de la población tenían esa capacidad hace 8 000 años.
Sin embargo, la asociación cultural de los humanos y los animales productores de leche, aumentó rápidamente la distribución de esta nueva capacidad entre las personas. Así surgió la adaptación intestinal para producir lactasa y digerir de manera permanente la leche, mientras no se interrumpa su consumo. A esta nueva característica se le llama persistencia de la lactasa y está determinada en nuestros genes.
Tales mutaciones afectaron a los grupos de humanos que domesticaron animales productores de leche, una ventaja competitiva que se fue heredando por selección natural. Es el caso de las poblaciones del norte y centro de Europa, así como de algunas sociedades del norte de África y Medio Oriente.
En cambio, para las culturas con poca o ninguna relación con animales lecheros resultaba poco útil esta adaptación. Eso explica que en la mayoría de la población asiática, así como en gran parte del continente africano y las culturas nativas americanas, prevalezca la intolerancia a la lactosa.
De responder a la pregunta de por qué somos la única especie que bebe leche en la edad adulta se encargó el proyecto europeo llamado precisamente LeCHE, un buen ejemplo de una iniciativa multidisciplinar en la que colaboraron expertos en antropología, ciencias forenses y avanzadas técnicas instrumentales.
El consumo de leche seguirá alimentando discusiones, ojalá, que apoyadas sobre las evidencias que aporta la ciencia. Y entre ellas, los beneficios que aportan los lácteos a la salud, ya procedan de las vacas, las cabras, las ovejas, las búfalas, las camellas, las yeguas o las hembras de yaks.
Así que, a quien le guste: ¡sí a la leche!
Edgar Pulido Chávez, Profesor de Veterinaria y Ciencia de los Alimentos, Universidad de Guadalajara
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.