Salir a las calles cada once de septiembre a celebrar lo idílica que será la Cataluña separada de España se ha convertido en tradición, la fiesta popular del independentismo, un día al año para creerse bastante más unidos de lo que, en realidad, están y para alimentar la idea de que cada año que pasa el objetivo está un poco más cerca. Aunque no lo esté.
Han pasado cuatro años de la manifestación que animó a Convergencia a salir del armario independentista, dos de la consulta de cartón que convirtió los colegios en teatrillos, uno de la alianza electoral del Junts pel sí (el matrimonio a palos, Junqueras-Mas), diez meses de la declaración de rebeldía del Parlament al Constitucional (la desconexión, la ruptura, la botadura —naufragada— del procés) y ocho de la elección, insólita, de un president desconocido, Puigdemont, aupado a título póstumo por el moisés descabalgado, este Artur Mas que ayer hubo de resignarse a ser actor de reparto. Cataluña sigue formando parte de España.
Con el favor —y el fervor— de los dos partidos gobernantes la Diada, Fiesta Nacional de Cataluña, ha sido patrimonializada por el independentismo sin que las organizaciones y partidos no independentistas hayan sido capaces de unir esfuerzos para contrarrestar esa apropiación real de símbolos que significaban otra cosa.
Todo lo que en estos cuatro años han hecho los dos partidos catalanes más votados ha estado al servicio del proceso indepentista, el procés. Cuatro años después lo más que pueden celebrar es que ellos, los dos partidos, siguen siendo los más votados. De momento. Porque ahí está Ada Colau tratando de deshacer el matrimonio del Junts pel Sí para atraerse a Esquerra a un proyecto de izquierdas que aparque la independencia por las bravas y retome la bandera del derecho a decidir, respaldada, ésta sí, por la mayoría de los catalanes.
Le podrán echar toda la épica que quieran —Puigdemont, Mas, Junqueras, Forcadell—, podrán construir sus discursos a base de frases categóricas —la última Diada antes de la independencia, elecciones constituyentes el año que viene, la ley de desconexión refinitiva— pero todo esto suena a salmo responsorial. Necesitan mantener la tensión con el Estado porque han hecho de ello su razón de ser. Puigdemont nunca ha querido gobernar. Él lo que quiere es liderar el procés. ¿Y qué es hoy el procés? Una sucesión interminable de metas volantes para tener a la sociedad dando vueltas.
Al ministro García Margallo ha querido usarlo el independentismo —y su discípula aventajada Ada Colau— como muñeco de pim pam pum, la bruja del guiñol a la que poder freír a garrotazos. Por haber dicho esto.
Ada Colau, catedrática de…comportamientos políticos en países democráticos, tardó medio minuto en proclamar que "en cualquier otro país democrático el ministro ya habría dimitido". ¿Está usted segura? Esta facilidad para convertir siempre a España en una anomalía pseudo democrática: ay, lo que hubiera hecho cualquier otro país democrático.
Miren, es verdad que Margallo tiene la lengua suelta y a menudo se mete en jardines. Pero el sábado, en realidad, no dijo nada escandaloso. Ni siquiera polémico. Margallo no vinculó el soberanismo con el terrorismo. Ni ha equiparado el independentismo con la violencia. Lo que hizo fue poner dos ejemplos de situaciones de las que una nación puede recuperarse, una crisis económica o un ataque terrorista, y por contra, un ejemplo de situación que no tiene vuelta atrás, la independencia de uno de sus territorios. Digamos que era una clasificación de desafíos para un gobernante, bajo el prisma del ministro. Hay que tener los oídos muy torcidos para interpretar que está equiparando soberanismo y terrorismo.
En cualquier otro país democrático los cargos públicos procurarían entender lo que ha dicho su adversario antes de tirarse a la piscina.