¿Una coincidencia? ¿O un presagio de mi incredulidad hacia el amor? San Valentín se ha convertido en el patrón de la cursilería y en un incentivo comercial bastante obsceno al que profesan mucha devoción las nuevas parejas y ninguna las antiguas.
No está claro que existiera. De hecho, las leyendas le atribuyen haber nacido en épocas distintas y lugares diferentes, razón por la cual sus reliquias proliferan en demasiados lugares. Cráneos, fémures, costillas. De reunirse todas ellas, podríamos reconstruir una escena de cadáveres andantes en el vestuario del Madrid o DE Podemos después de Vistalegre II.
Hablando de populismo, Francisco, el papa papulista, rehabilitó en 2014 la conveniencia del culto al santo. No oficialmente, pero sí extraoficialmente, pues cualquier argumento de repesca de fieles se antoja válido en la crisis del catolicismo. Incluidas las fiestas que mezclan la fe, la superstición y el consumismo.
Y San Valentín es un santo poco exigente. Más que una figura divina es un afrodisiaco, la contraseña de una noche de hedonismo, un altar de las tiendas de lencería, un menú de restaurante pretencioso, un aliado trágico del romanticismo pastelero. Pongamos de fondo una balada de Bustamante. Y unos aforismos de Coelho.
Proviene la reputación de San Valentín de la valentía con que casaba a los soldados romanos en el campo de batalla. Estaba prohibido hacerlo porque el amor con Venus los alejaba de los deberes con Marte, de forma que el emperador Claudio el Gótico dispuso decapitarlo en el siglo III, ignorando que el fantasma -vaya fantasma- iba a perseguirnos 18 siglos después en una fiesta de casquería.