El deporte, poco a poco, va recuperando sus catedrales; y este mes de mayo hemos podido ver una de las más trascendentes y vanidosas, el Gran Premio de Montecarlo de Formula 1.
La carrera es lo que es por la historia a la que evoca, porque deportivamente está llena de contradicciones. Es el circuito más visto, pero el que menos sorpresas da, el que menos adelantamientos ofrece, el más lento y hasta el más peligroso. Y eso que sólo un piloto ha perdido la vida en Mónaco, Lorenzo Bandini en 1967, estampado tras la chicane contra los fardos de paja.
El valor de esta carrera viene por dos vías. La de la historia y la del glamour.
La historia parte en 1929, cuando Europa casi no tenía circuitos cerrados y a los monegascos se les ocurrió hacer una carrera callejera para atraer a más turistas y más ricos todavía. En 1950, en el primer Mundial de Formula 1, Fangio ganó la carrera de Montecarlo y desde entonces el circuito prácticamente no ha cambiado. Las mismas curvas, el mismo túnel, el mismo puerto repleto de yates. Ahora hay más seguridad y se tiene más cuidado con el mar, que ha causado en Mónaco más de un problema. En aquella carrera de Fangio una ola se coló por el puerto y alcanzó la pista, y nueve pilotos se fueron a talleres. Cinco años después Alberto Ascari incluso cayó al agua con su monoplaza.
En el GP de Montecarlo han pasado cosas increíbles, como que un piloto tenga un accidente, se enfade y se vaya andando a su casa para ver el final de carrera desde su balcón. Lo hizo Ayrton Senna en el 88’, en una de las mejores carreras que se recuerdan.
Porque en Mónaco muchos de los pilotos y de los jefes de la Formula 1 corren literalmente en casa. Montecarlo en un barrio con 38 mil residentes, ninguno de clase media. De hecho lo que distingue este espectáculo es que las gradas desaparecen y los balcones, yates y piscinas se llenan de gente guapa, o pretendidamente guapa.
Porque además Mónaco trae su Formula 1 en el último fin de semana de mayo, a pocos días y kilómetros del festival de Cannes, y supone el inicio del veleidoso verano monegasco. Allí se juntan actores y pilotos, futbolistas con el día libre y billonarios de todo pelaje que van a dejarse ver.
Y es entonces cuando más corre el dinero. Cuando los monoplazas se visten de Star Wars y los mecánicos de Chewbacca, cuando Pitt y Clouney le ponen un diamante real a un coche para promocionar su película de ladrones y casinos, y luego el coche se estrella y se pierde el diamante. O cuando Briggite Bardot le dice a un piloto que deje la carrera por un fin de semana con ella en el mar, y él deja plantado al equipo Maseratti.
Todo esto ha pasado y seguirá pasando en el GP de Montecarlo, donde cabe toda frivolidad, salvo quizás un adelantamiento limpio en mitad de la carrera.