Su programa de radio, A Prarie Home Companion, que lleva 40 años en el aire, ha anunciado su última temporada y está de gira por todo el país. José Julio y su mujer, Anna, han pillado entradas para verlo. Un maravilloso elenco de actores y músicos dan vida a unos guiones impecables. RadioH espectáculo, en estado puro. En el teatro no cabe un alma. 1500 butacas a 64 dólares. Todo vendido.
“The rivers run into the sea and yet the sea is not full.” En la cabina del camión, John Donahue sonríe y baja un poco el volumen de su aparato de radio. Mickey se ha quedado dormido. Ya queda poco. Acaban de entrar en el estado de Virginia. Lo sabe porque en el paisaje empiezan a aparecer tiendas que venden tabaco y fuegos artificiales. Menuda combinación. Debe de ser, piensa, porque todavía un cigarrillo es lo mejor para prender la mecha de un cohete... Ja, ja. Aquí el terreno es plano y arenoso. No hay piedras. Las pocas que puedas encontrar las descagaron los europeos de sus barcos. Las verduras echan raíces sin encontrar ningún obstáculo a su paso y, por eso, hasta que la invención del tren trastocó las distancias, Virginia fue el granero de Norteamérica.
A Anna le suena el móvil en el teatro. José Julio la mira desconcertado. No canta demasiado porque ocurre en medio de una actuación musical. Es una parodia de un anuncio que Garrison Keillor utiliza como introducción a sus famosas Historias del Lago Wobegon. Noticias de un pequeño pueblo ficticio en el que “todas las mujeres son fuertes, todos los hombres son guapos, y todos los niños están por encima de la media.” Anna corta la llamada y silencia el móvil. En la pantalla aparece el nombre de Kathy, su hermana, junto al símbolo de llamada perdida. Ya le dará un toque luego. “It´s been a quiet week in Lake Wobegon…” “Ha sido una semana tranquila en el Lago Wobegon…” Así comienza en el escenario Garrison Keillor, como siempre, el serial más seguido de la radio norteamericana. José Julio, que ha crecido escuchando este programa, está a punto de tener un orgasmo. Jezzz. Jezzz. Ana nota la vibración en su bolsillo.
Extrae el teléfono y lo mira de nuevo. Mensaje de texto: “Llámame. Kathy.” Qué pesadita.
“Bienvenido a Machipongo” le dice John a su hijo. Mickey no puede creerlo. Dejado atrás un sembrado infinito de algodón, el camión se detiene frente una playa desierta por cuyas dunas corretean los cangrejos azules. Junto a la orilla, una familia de delfines parece haber detectado su presencia y busca desesperadamente salida hacia aguas más profundas. Difícil misión con marea baja. Al fondo de la bahía, sobre la barrera de islas vírgenes, sobrevuelan bandadas de patos. Es difícil creer que un paraíso así todavía exista, pero ahí lo tienes. The Eastern Shore of Virginia. Demasiado lejos de Washington DC, tres horas y media de coche, o de New York, casi siete, para atraer público de fin de semana. Insuficientes empleos, sobre todo desde que las grandes compañías se hicieron con las licencias de pesca, para favorecer el desarrollo local. Resultado: un lugar perfecto para perderse unos días.
Padre e hijo saltan del camión. Mickey se descalza y corre hasta chapotear en el agua. En otoño el Atlántico está templado. A sus pies, entre la arena, millares de almejas diminutas asoman su lengua para intentar capturar la materia orgánica suspendida en el agua. Eso que los norteamericanos describen con una palabra en latín, detritus; aunque lo pronuncien ditraitas. Almejas que alcanzarán el tamaño de un puño para cuando autoricen pescarlas con un rastrillo. Son tan grandes que, antes de cocinarlas, los virginianos golpean su carne gomosa con un mazo para ablandarla y la cortan en tres. Bueno, ya no. Han aprendido la del pulpo. Ahora las congelan y, al descongelarlas, las almejas quedan tiernas y listas para confeccionar el chowder, esa crema de pescado que por aquí tanto entusiasma.
“¡Ahí están!” Grita John señalando hacia una enorme duna. “¿Ahí está quien?” pregunta Mickey sin ver a nadie. “Los pelícanos que hemos venido a buscar.” “¿Pero hemos venido a buscar pelícanos?” “Claro. Ah, ¿no te lo había dicho?”
Jezz. Jezz. Anna vuelve a mirar el móvil. “Llámame, please. ¡Ahora! Kathy.”