La bruma difumina sobre el mar la visión de la costa. Al otro lado del océano, tan cerca pero tan lejos, está… Nueva Orleans. Sí, New Orleans, la antigua capital de Luisiana. Puede que Miami sea lo más cercano en distancia, pero New Orleans es lo más parecido a Cuba en el alma. Miami es de plástico y Nueva Orleans, como La Habana, de verdad. Antes de que pasara lo que pasó, ambas ciudades estaban interconectadas; como verdaderas hermanas de sangre. El puerto de La Habana marcó durante muchos siglos la entrada de toda Europa a la América Hispana y el de Nueva Orleans, a través del río Mississippi, el acceso natural a las antiguas colonias inglesas de la América del Norte. El intercambio económico y cultural entre ambas capitales llevaba un ritmo frenético. Nueva Orleans y La Habana. La Habana y Nueva Orleans. Las dos capitales tan caóticas, tan promiscuas y tan tradicionalmente católicas. Ambos lugares con iglesias, palacios y cabildos cuyo diseño parecieran haberse copiado en secreto.
Nueva Orleans nació, como La Habana, alrededor de casas con patios escondidos y no con jardines sin tapia, como lo hizo el resto de Estados Unidos. La Habana y Nueva Orleans, forjadas ambas en una economía basada en la esclavitud y en la caña de azúcar y con una historia común, tan mutuamente impregnada de música, que las dos, sin saberlo, inventaron el jazz al mismo tiempo.
Hace apenas dos semanas, sentada en la peluquería de la calle Madison, a Grace Donahue no le cupo duda de que vivir en Nueva Orleans debía de ser lo más parecido a vivir fuera de Estados Unidos sin tener que cruzar la frontera. Entonces, a través del escaparate, buscó una mirada de complicidad con Kingston, pero el gender fluid no le prestaba atención. Ellos observaba distraída los carteles pegados en la fachada de la acera de enfrente. A resguardo del sol, bajo las ramas de viejas encinas de las que cuelgan centenares de collares con cuentas de colores y ese liquen, al que aquí llaman musgo español / Spanish moss, porque se asemeja a las barbas largas y grises de los conquistadores.
“Lo de los collares” le explicó la peluquera, “es tradición del carnaval. Si arrojas uno al aire y queda atrapado en el árbol, ves cumplidos tus sueños de amor.” Grace sonrió agradecida por la información, giró la mirada hacia el espejo… y entró en pánico. “Ah!” se le escapó un grito ahogado. La mediana de los Donahue se acababa de gastar 200 dólares para que le pusieran mechas platinum blonde / rubio platino y los highlights habían salido en un horrible canary yellow / amarillo pollito.
“No te agobies, sweety” le intentó calmar la peluquera. El tratamiento se hace siempre en dos etapas porque es demasiado fuerte y puede quemar la piel. El pelo aguanta lo que sea, pero no quiero que te salgan ampollas en el cuero cabelludo. Ponte un gorrito un par de días si no te gusta el color; total, estamos en mardi gras. Cuando vuelvas ya verás cómo te queda platino. I promise.”
Mardi gras, por lo visto, significa martes de carnaval en francés. Literalmente martes graso. Es decir: el último día en el que se puede comer carne antes de entrar en la semana de abstinencia. Y en Nueva Orleans, el reducto más católico de la república federal, esas tradiciones se respetan. Tanto, que en esta ciudad, salvo turistas, no verás a nadie probar una hamburguesa en viernes. Y mucho menos ahora que acaba de empezar la temporada de cangrejos de río.
El mardi gras de Nueva Orleans (segundo carnaval más grande del mundo, después del de Brasil) prueba que a esta ciudad no ha llegado el puritanismo con el que los del May Flower se encargaron de sembrar prejuicios por tantos rincones de América. Aquí hay procesiones, como en Cádiz. Pero también, como en Cádiz, se puede beber, se puede bailar y puedes besar a tu pareja en público… sin que nadie te de la brasa.
Antes de salir del local, Grace escuchó tiros. Al aire en Jackson Square, delante del cabildo desde el que Bernardo de Gálvez (malagueño y gobernador de Luisiana y Cuba) siguiendo instrucciones de Carlos III ordenó enviar una flota de barcos con municiones, dinero y uniformes para apoyar a un tal Washington que acababa de sublevarse contra el rey de la Gran Bretaña.
Grace parecía inquieta, pero la peluquera consiguió calmarla. “No es nada, sweety.” Nueva Orleans ardía en fiestas. Carnaval y año bisiesto. Afuera, en la calle, Kingston imitaba divertida los gestos del bailaor de un cartel, sin sospechar el aguacero de plomo que se le venía encima.