Junio es un mes bello y jovial, que abre la temporada de los deportes de verano. Uno de ellos es el tenis, que se viste de cosa seria en estas fechas, como si todo lo anterior hubiera sido una mera preparación para el Abierto de París, el Roland Garros.
Y junio en París es cosa seria, más en el club de tenis, junto al bosque de Bolonia, por donde pasan los franceses de bien desde 1928. Allí hoy Nadal es dios, como antes lo fueron Borg o Lendl, pero en Roland Garros se rinde memoria a mucha más gente.
Primero a los Mosqueteros… que no son los amigos de D’Artagnan de los que escribía Dumas. Los cuatro mosqueteros del tenis francés fueron Lacoste, Cochet, Borotra y Brugnon; los mejores tenistas de su época que ganaron cinco títulos de Copa Davis consecutivos. Hoy la Copa que muerde Nadal cada año se llama Trofeo de los Mosqueteros, por aquellas estrellas de los años veinte.
La pista central se llama Phillip Chatrier, que no fue ningún campeón, sino el periodista que cambió el tenis francés, primero con su revista y después como presidente de la Federación.
La segunda pista se llama Suzanne Lenglen, esta sí tenista, la primera mujer profesional de la historia, campeona seis veces en París, pero que nunca pisó el estadio de Roland Garros.
¿Y Roland Garros? No busquen este nombre en el palmarés del torneo porque nunca lo ganó y apenas participó como aficionado.
Garros fue un héroe nacional francés del primer cuarto de siglo. Su segundo amor era el tenis, pero el primero fue siempre la aviación, que fue la que le dio fama en vida. Fue el primer hombre en cruzar el Mediterráneo volando. Dicen que fue el vencedor de la primera batalla aérea, lanzándose contra un Leppelin alemán, aunque no está comprobado. Luchó en la Primera Guerra Mundial, donde derribó cuatro aviones, fue capturado, escapó de prisión y cayó finalmente en la Ardenas bajo la artillería alemana.
Cuando 10 años después de su muerte París construyó un nuevo y flamante estadio de tenis, un viejo amigo suyo pidió que le pusieran el nombre del héroe derribado. Y así se quedó, entre los ases de ese juego que tanto le gustaba.
Andre Agassi contaba en sus memorias cómo odiaba de joven jugar en Roland Garros, donde no entendía nada, donde no conocía a nadie y donde se ensuciaba de arena mojada cada vez que tocaba el suelo.
Acabó amando el torneo, como casi todos. Acabó entendiendo que París, Francia y su historia bien merecen un buen recuerdo en forma de tenis.